martes, octubre 28, 2008

"Una lectura, una experiencia"

(Publicado en Ciento Cincuenta Monos)

Por Carolina Berduque

Esta es la historia de una lectura y de una experiencia. De una vivencia de lectura. Entiéndase: no es una reseña. Sólo apuntes de unas cuantas horas vividas con un libro. Como reza el título, se trató en aquel enero de este año de Los estantes vacíos, de Ignacio Molina.Quizás deba aclarar que conocí a Ignacio en la cresta de la ola de los blogs, hace unos cuantos años y que ya en aquella oportunidad leí unos cuantos de sus relatos.

Quizás también deba añadir que me gustaron. Y mucho. Percibí, en aquel momento, agradables resabios de Carver, de Salinger: historias –aparentemente– simples, bien contadas, con las dosis justas de información, sin derroche de recursos. Por eso cuando comencé a leer Los estantes vacíos sabía que iba a disfrutar del libro. Lo que no sabía era que lo iba a vivir. Me explico.

(La reseña completa, clickeando acá)

jueves, octubre 09, 2008

"Hologramas"

Reseña de Valeria Tentoni, publicada el suplemento Nexo del diario Atico de Bahía Blanca el 21 de septiembre de 2008.

Ignacio Molina, bahiense de 1976, nos trae en esta, su primera publicación, un compendio de quince cuentos que convergen en una unidad de estilo y prosa notable, en clave realista. Cada relato está atravesado por historias comunes, cotidianas, habitadas por personajes rotulados con nombres propios pero que bien podrían no tener nombre, o tener todos el mismo; porque en Molina, lo relevante no es ni el detalle que implica un nombre, ni el peso de los seres que, cual hologramas, aparecen y desaparecen en el espacio de la hoja con el único fin de enaltecer lo verdaderamente imperioso; contar una historia. Los hechos revelan silencios inquietantes, la pluma está puesta en lo no dicho, en lo subterráneo de los vínculos. El vacío ordenado, justamente, porque la nada también es ser y explica cosas, imprime sentidos. “…Los movimientos se confundieron, y pensar en algo y hacerlo fue una misma cosa…”. Un complejo entramado de existencias urbanas, plagado de gestos y de muecas que gritan palabras al viento.

viernes, marzo 21, 2008

"Recovecos"

Mini reseña de Eugenia Zicavo, publicada en el número de septiembre de 2006 de la revista Hecho en Buenos Aires.

La urbe y sus suburbios. Los recovecos de la ciudad y sus personajes son la materia prima con que el joven escritor Ignacio Molina –nacido hace 30 años en Bahía Blanca– construye pequeños mundos privados, logrando una particular poética de lo cotidiano. Los estantes vacíos, compuesto por quince relatos, es su ópera primera en la que retrata pequeñas historias con la ciudad como eje, con protagonistas que descansan en pensiones de hotel y viajes ruteros que dejan como saldo el teléfono garabateado de una mujer. Vidas sencillas guiadas por la casualidad y la apatía, esperando una revelación a la vuelta de la esquina.

jueves, septiembre 13, 2007

"Cómo estar solo"

(Publicado en la revista El Interpretador)

Sobre Los estantes vacíos, de Ignacio Molina
Entropía, 2006
Por Alejandro Soifer


¿Cómo escribir sobre un libro del que ya se ha dicho tanto?
Intentémoslo.

Tenemos entonces quince relatos agrupados en un libro con ciertas continuidades temáticas y argumentales tanto como formales y de procedimiento.

Podría establecerse como plano de lo narrado el espacio y el tipo de personajes que se repiten en los relatos. Tenemos hombres y mujeres de entre 20 y 30 años, de clase media – media baja (en esa franja difícil de clasificar que algunos han llamado La generación del milqui: mil quinientos pesos de sueldo que obligan a la vida gasolera y el alquiler y los gastos compartidos con otro; compañero de cuarto o pareja) que intentan vivir y sobrevivir a la vida en la época del ningún- ismo.

Establecer que hay una repetición de arquetipo de personaje que se reproduce a lo largo de los quince cuentos es un mecanismo crítico productivo porque permite hablar del desplazamiento de personajes y situaciones como una constante en la construcción del libro. Una idea básica se desliza: no importa el personaje, importa la situación. Los personajes entran en un juego de enroques permanentes, un desplazamiento que sigue la línea de toque de de significantes vacíos. Como si de jugar el Juego de la mancha se tratase, un nombre propio que representa a un personaje en un cuento le pasa la mancha o el significado a otro personaje, otro significante, en otro cuento, permaneciendo ese significado inmutado en el traspaso. No hay una delimitación de los personajes tal que permita el juego de las diferencias sino que hay un montón de nombres propios actuando como marca y posibilidad de encadenamiento, deslizamiento del significado (ese condensado que incluye situaciones y escenarios similares en desplazamiento a lo largo de los cuentos) de cuento en cuento, de personaje en personaje (lo que es lo mismo en este caso, de nombre propio en nombre propio) lo que lleva a pensar una categoría excesiva pero posible y esclarecedora: un Archipersonaje como presencia previa, como personaje que deviene personaje encarnado en los nombres propios que saturan los relatos. (...)

(La reseña completa, clickeando acá)

sábado, junio 23, 2007

"Asimetrías del vacío"

(Publicado en el número de abril de Bazar Americano, el sitio de la revista Punto de Vista)

Por Matías Moscardi


Sobre Ignacio Molina, Los estantes vacíos,
Buenos Aires, Entropía, 2006. 188 páginas.


[...] intentando imaginar una cara para la voz que acababa de oír. Una sensibilidad asimétrica abre Los estantes vacíos, el primer libro de cuentos de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), publicado por la editorial Entropía, en 2006. Dos personas –el narrador y una chica recostada a su lado– comparten los auriculares de un walkman, en el micro. De un lado, conectado, el narrador escucha los graves de la música y se pregunta si por el otro audífono, simultáneamente, estarán entrando en la cabeza de Manuela los sonidos agudos. Como si el lenguaje de la mirada fuera siempre parcial, trazando por defecto una zona hipotética, un contrapeso narrativo que irradia de la suspensión, en equilibrio con lo explícito, con el alcance cómodo y efectivo de lo visible. Los personajes hacen de lo que miran y escuchan una insuficiencia que necesita ser decodificada o constatada. Por ejemplo: el narrador de “El sistema”, que en el medio de un recital de “cumbia romántica”, intenta descubrir los acordes que ejecuta un bajista sobre el diapasón; o la narradora de “Diapositivas”, que tira un papel plateado en un cantero con la promesa de comprobar su permanencia, al día siguiente. Pero los personajes no pueden traspasar, ni en sus percepciones ni en sus acciones, la línea que divide el saber de lo supuesto. Por eso, las notas quedan en un espacio de desciframiento y nadie vuelve a constatar la existencia del papel plateado.


[…] me gustaba pensar que, mientras yo estaba quieto, aún se movía el sistema de poleas activado por mí. Los cuentos proceden velados con una percepción concreta, con un registro límpido, dispuestos en la superficie para cubrir otra cosa, quizás el punto de tensión en donde lo cotidiano se fisura dejando entrever, como a través del desgarro de una tela, el destello posible de un relato. De ahí que lo inacabado sea lo común, lo compartido en el libro de Molina. Porque los cuentos se detienen antes, como si se quedaran sin fuerza, y hacen de un stand by narrativo, una suavidad intensa. La física dice que si un móvil acelera en la mitad de un recorrido, en lugar de aumentar, la velocidad disminuye. Digamos: la aceleración produce quietud. En cambio, Molina frena para acelerar, y sus cuentos generan un ritmo que hace del estatismo una dinámica, y extendiendo la metáfora: del corte una continuación. De ahí la serie que forman “Espirales”, “Los estantes vacíos” y “Brasil tiene esas cosas”. De ahí, también, sus puntos de hilación: escenas pausadas en el momento del tránsito, como el final de “Los estantes vacíos”, en donde Natalia, mientras paga una pizza, siente la temperatura de la muzarella tras el cartón. O como el final de “Seis novelas”, en donde Camila y Nahuel llegan a la conclusión de que los sueños siempre se cuentan en pretérito imperfecto.


(La reseña completa, clickeando acá)

"Los estantes vacíos"

(Publicado en la revista No-retornable)

Ignacio Molina (Entropía, 2006)
por Sol Echevarría


Los estantes vacíos es un libro compuesto por quince relatos que funcionan como quince piezas de un rompecabezas. Si bien la tapa anticipa que es una compilación de cuentos, lo cierto es que existe una marcada continuidad entre ellos. El cruce de personajes, de historias y de lugares es tal que hasta podría pensarse que se trata de una novela. Cada cuento está compuesto por diferentes fragmentos y, a la vez, cada cuento es un fragmento del libro, como si todo fuera una unidad funcional. Una unidad, por supuesto, despedazada e incompleta, que se puede leer de atrás para adelante o saltando en forma desordenada.

El cruce entre un cuento y otro está dado por los vínculos que se generan entre los personajes a causa de su deambular por la ciudad. A menudo sus vidas apenas se rozan por un instante y luego prosiguen cada una por su camino. El azar cotidiano influye en estos pequeños intercambios que hacen que la mirada del narrador zigzaguee entre distintas historias. Así, sigue los pasos de un chico que va a comprar algo al kiosco y, zás! luego vemos al chico alejarse a través de los ojos del kiosquero, quien se convierte inmediatamente en el foco del relato. En este vaivén narrativo predomina un interés fugaz y algo caprichoso gracias al cual el relato diverge constantemente.

Este desplazamiento de perspectivas produce una visión panorámica fragmentada. Una vuelta al día en ochenta mundos donde cada personaje tiene una óptica determinada y una historia particular, aunque ésta permanezca apenas esbozada. El resultado es un rompecabezas imposible, ya que nunca se puede reponer la totalidad de las historias que se narran. Hay elipsis, piezas sueltas y repeticiones. Queda una mirada desecha, similar a la que se obtiene al observar a través de un calidoscopio.

Se produce un texto espiralado en donde las historias se entrecruzan. Los nombres de los personajes ya leídos resuenan en cada cuento como un eco, a veces difícil de restablecer. Vuelven a la memoria como un chispazo, como una resonancia de algo olvidado. La errancia de los personajes es la que estructura el relato. Estos nuevos flaneurs del segundo milenio recorren la geografía concreta y bien delimitada de Buenos Aires, sobre una calle o avenida en particular. Ese hincapié en el detalle cartográfico pareciera trazar una flecha que apunta a la realidad como su blanco principal.

Los personajes son, casi todos, veinteañeros que se hunden en siestas desordenadas, conversaciones triviales y se dedican a dar vueltas por la ciudad. Por momentos parecieran incluso no decidir sobre su destino. Hay cierta inercia en la manera que tienen de desplazarse por el mundo. Se entregan al azar como si fueran pequeños autómatas. Duermen, comen, conversan, deambulan y vuelven a sus casas. Están enmarcados en una cotidianidad de quehaceres domésticos y de acciones banales, apenas atravesada por conflictos que se disparan tanto a causa de la mirada de un mozo como por una tortuga encontrada en la calle.

Se podría decir que viven en un presente absoluto de no ser por esos flashbacks que remiten constantemente al pasado de los personajes. Un pasado que rara vez se verbaliza para constituirse en un discurso. Se trata más bien de un pensamiento privado o de una reposición del narrador, pero nunca de un tema de conversación. De hecho, cuando los personajes conversan los temas que abordan también reproducen cierta trivialidad. A pesar de estar a menudo acompañados, los personajes son más bien solitarios. En su interacción con los otros se comportan casi siempre como completos extraños. Los vínculos que entablan con su entorno son endebles, parecen rotos a causa de cierto despojo emocional. Tampoco su mundo interior está del todo intacto. Las reflexiones no suelen ser profundas sino que reproducen más bien la idea de un desvarío sin epifanías.

El tedio opera como un leit motiv que recorre las páginas. Los personajes se sumergen en el lodo de su día a día, de sus insignificantes paranoias. Un interrogante nunca dicho pareciera flotar en el aire: ¿Hay algo detrás de todo eso? En los estantes vacíos el lector puede percibir la falta de algo que, efectivamente, ya no está.

En este sentido la escritura de Molina se enmarca en una tradición que podría llamarse “nadaísta”. En una entrevista el autor menciona a Raymond Carver, Enrique Wernicke, John Cheever y a Martín Rejtman. También podría agregarse a Antón Chéjov. No es que nada sucede en sus relatos, sino que lo que sucede está propuesto como nada. La repetición, el sinsentido y el tedio muestran a la vida como sueño eterno o, más bien, como pesadilla de la cual no se puede despertar.

Contrario a lo que podría esperarse en relatos de estas características, no abundan las descripciones sino que, por el contrario, predominan las acciones. En tres renglones un personaje se encuentra con un amigo, vuelve a su casa, se duerme, se despierta y sale a desayunar. Todo se sucede a gran velocidad pero todo, en algún punto, carece de importancia puesto que está condenado a la repetición. Este accionar reiterativo produce una sensación de quietud. Algo similar a lo que ocurre en una playa en la que el ir y venir constante de las olas evoca la calma del mar.

La proliferación de historias es tal que a menudo cuesta seguirle el ritmo. Los personajes están vagamente descriptos. Son figuras, casi sombras, que recorren el texto y terminan siendo prácticamente indiferenciados unos de otros. No se narra la historia de grandes héroes, tampoco la de pobres desdichados, sino que cada relato pone en escena los dramas (¿o la falta de dramas?) del hombre común.

Se trata de una simpleza monótona en la que no hay suspenso ni grandes acontecimientos. Reina una tranquilidad empalagosa. Los mismos personajes se aburren y duermen todo el tiempo. Parecieran estar hibernando, como la tortuga que irrumpe en varios de los relatos. Es más, toda la ciudad está durmiendo, su posición horizontal imita la chatura de la trama. Finalmente, cada uno de los relatos se interrumpe de pronto. No hay un desenlace marcado porque ¿cómo ponerle un fin a lo que no sucede?

martes, febrero 20, 2007

"El principio de la tragedia"

(Publicada en la revista Los asesinos tímidos)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Entropía

Por María Eugenia Rombolá

¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Oliverio Girondo

Recuerdo que en algún momento el autor de Los estantes vacíos comentó que no puede pensar en una palabra sin pensar al mismo tiempo en cómo se escribe, es decir, en su materialidad gráfica, en su cuerpo más concreto. Pienso que esta obsesión por el cuerpo de las palabras es la condición necesaria para intentar rasgarlas y poder llegar a lo que está detrás (¿a la nada? No se sabe a ciencia cierta, pero sí puede observarse que en este acto radica la exploración del autor). Molina lo sabe, tal vez no sabe que lo sabe, pero lo sabe. Y para los que no lo saben, puede ser una tarea ardua comprender, por ejemplo, la necesidad de construir un personaje como Matías ("El camino del agua") que escucha (y acá vale la pena recalcar que no oye, sino que escucha) palabras sueltas en una conversación telefónica de su hermana, "técnico, tenedor, enganche, comentarios, filamento, volantes, campeonato, forra, camisa, líneas, público, chau". Las palabras no son las cosas, eso todo el mundo lo sabe, pero las palabras sí son cosas y hay quienes lo niegan en virtud de una fidelidad desmedida hacia las formas ya concebidas de los géneros (hay una anécdota que cuenta que una vez Gauguin se encontró con Mallarmé y le dijo algo así: "Tengo un montón de ideas para escribir una novela" y Mallarmé le respondió "Las novelas no se escriben con ideas. Se escriben con palabras").

El cuento
Hay muchas teorías respecto a qué es un cuento, pero vaciemos nuestros estantes de teorías y volvamos a la idea más simple, la que teníamos seguramente cuando empezamos a leer, ¿qué es un cuento, entonces? ¿No es acaso un relato en el que transcurren cosas y muchas veces termina antes de lo que querríamos, pero al mismo tiempo, en su propia constitución está la imposibilidad de que continúe? Es verdad que lo mismo puede decirse de la novela, pero a diferencia del cuento, en ella hay líneas de fuga intermedias que permiten digresiones casi, casi, infinitas. Entonces, el cuento le muestra el final al cuentista. El novelista, en cambio, decide cuando dejar de fugarse y en esta detención aparece el final.

Los personajes
A la hora de relacionarse entre ellos, tienen miedo de incomodarse con preguntas, suponen, consideran que no vale la pena decir todo lo que están pensando. Por otra parte, registran todo: el tiempo, las calles, los carteles, cada detalle de la ciudad son su verdadera compañía. Es que estos detalles dejan de ser cosas para convertirse en palabras-cosa. Los barrios entonces no sólo tienen nombre, sino que además son de colores específicos ("El camino del agua"), tomar un colectivo no sólo implica trasladarse de un lado a otro, sino repetir el trayecto narrado en un libro que se encontró poco tiempo antes en una librería de saldos ("Kilómetro cero"), la puerta de la heladera exhibidora anuncia tormenta ("Polirrubro Ama-Faby"), las calles amanecen inundadas ("El sistema") y en ocasiones se humaniza a los objetos agregándole la preposición "a" cuando son objeto directo: "Después de unos minutos me acerqué a la ventana y me puse a mirar, alternadamente, al paraguayo que vivía al fondo del pasillo (...) y al empapelado violeta de la pieza" ("Kilómetro cero") o "Después de abarcar en un solo paneo a las golosinas, las estanterías despobladas, los envases vacíos (...) se queda mirando el plano de la ciudad que cuelga de una de las paredes" ("Polirrubro Ama-Faby").

Los finales
Si bien cada uno de los quince cuentos de Los estantes... exige su final, éstos últimos, de alguna manera, retumban, delicadamente, como ecos, en los demás cuentos y, por qué no, en la vida misma. Es que en cada conclusión hay una puerta abierta, una invitación a asomarse a un abismo que no se muestra, apenas se anuncia en palabras-cosa, en cosas que hablan, que nos dicen la soledad, la sorpresa, las coincidencias y desencuentros, los malentendidos inevitables, los olvidos evitables, pero necesarios... Podría decirse, entonces, que los cuentos concluyen en el principio de la tragedia. Un modo arriesgado y lúcido de trazar el antagonismo que presenta la vida de los hombres y mujeres en la ciudad contemporánea.

miércoles, enero 03, 2007

"Una ternura extrañada"

(Para la revista Maxim)

Por Federico Levín


IGNACIO MOLINA

¿Quién es?
Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976. Publicó el libro de cuentos Los estantes vacíos (2006). Administra el blog unidadfuncional.blogspot.com

Es bahiense y tiene treinta, ¿lo conoce a Ginóbili?
Por supuesto. Hasta jugó un partido contra él. Pero eso no viene al caso.

¿Salieron un par de reseñas de su libro, este año?
Por todos lados. Sorpresivamente Los estantes vacíos, un libro de cuentos de un autor hasta entonces inédito, tuvo una presencia llamativa en diarios, revistas e Internet en general.

¿Cómo escribe?
Tanto en el libro como en su blog (en el caso de Molina el blog es un pilar de su escritura) se ve su estilo personal, reconocible: una mirada profunda sobre la realidad, una atención casi enfermiza a los detalles y una ternura extrañada ante las cosas del humano. Para todo esto, le queda muy bien el formato del texto breve. Así lo piensa él: “No soy un militante acérrimo a favor del género, pero creo que un buen cuento contiene una tensión narrativa difícil de alcanzar en una novela. De todas maneras, muchos de mis relatos no obedecen a la estructura del cuento tradicional, son más bien como novelas en miniatura, o novelas llevadas a su mínima expresión”.

Tiene un ritmo cansino, en el que parece que no va a pasar nada, pero se siente que algo esconde. Las tramas son sutiles y no tienen golpes de efecto; no intenta llamarte la atención de entrada ni agarrarte para que no te vayas, lo que hace que algunos crean que a los personajes de Molina 'nunca les pasa nada'. Error. Molina pinta amablemente unos cuadros, un poco intrigantes, un poco cómicos, y te pide que te quedes si tenés ganas. A los personajes les pasan muchas cosas, pero él no va a andar diciéndolo a la vista de todos.

¿Y los cuentos del libro?
Los cuentos de Los estantes vacíos suceden Buenos Aires. Los personajes se mueven por la ciudad, se pierden, se buscan, se cruzan entre ellos y siguen sin conocerse, como si la misma Buenos Aires los moviera con sus manitos transparentes. Son casi todos jóvenes, todos son captados realizando pequeñas acciones, nunca nada trascendente: parecen poco importantes hasta para ellos mismos, y siempre un poco incómodos, como vestidos con trajes demasiado apretados. Una sensación que a cualquiera podría sonarle conocida.
Eso es lo impresionante del libro debut de Molina: cómo de a poco, mientras uno lee sintiendo pena por esos personajes, ellos se van haciendo cada vez menos visibles, menos importantes, y más parecidos al lector.

Para leer escuchando: Flopa Manza Minimal
Y bebiendo: Gin Tonic

martes, enero 02, 2007

Entrevista

Lucas Funes Oliveira entrevista a Ignacio Molina

"Crónicas de lo cotidiano"

(Publicado en Desordenar)

Por Mariano Cúparo

Héctor Abad, periodista y escritor colombiano, se plantea: "A menudo, los periodistas nos quejamos de que la gente lee menos diarios: ¿no será –al menos una de las causas– que nos hemos olvidado de contar las historias más simples y, a la vez, las que más nos obsesionan?"
Y se responde:"Una comunicación que tenga como objetivo el saber un poco más del otro –y de nosotros mismos– no puede obviar la riqueza de lo cotidiano. Debe detectar las mejores historias que se escuchan en las calles, ampliarlas y brindarles un marco de debate, una mayor presencia."


La literatura de Ignacio Molina podría venir a llenar ese espacio. Su libro, Los estantes vacíos, contiene 15 crónicas (en realidad, cuentos) de lo cotidiano.

Sus personajes viven en Buenos Aires; trabajan; van a la cancha con su papá y comen un choripán; desean una gaseosa de esas que aparecen en la publicidad con gotas chorreando; duermen de día; se avergüenzan cuando quedan pagando tras seguir a un grupo de amigas, bajo la creencia de que van a sentarse a una mesa, y éstas terminan metiéndose en el baño de mujeres; los atormenta el no atreverse a mirar a la cara a un empleado de la oficina de correo, porque hace unas semanas se llevaron sin querer y por error un vuelto extra; se gustan pero no se enamoran; se quedan en stand by al enterarse de la muerte de una tía de Olavarría. Todo eso y algo más, mezclado y distribuido en varios relatos, sin nudo, principio ni final.

Si las crónicas de Molina no cuentan grandes historias de suspenso, tragedias, pasión, alegrías desmedidas y melodramas, es porque en la Buenos Aires promedio no ocurren grandes historias de tales características. De ellas se encarga el diario.

La alienación, la desidia y la soledad (aunque él no las mencione, ya que sus narradores siempre buscan la objetividad; son testigos fieles y no jueces ni fiscales), algunas de las cuestiones que más nos obsesionan, sí aparecen contadas en Los estantes vacíos. Y para esto, aunque Abad no lo diga, tal vez no haya nada más efectivo que la literatura.

La verosimilitud de los cuentos de Molina está en la calidad de los detalles. Ningún narrador que esté inventando una historia puede describir tan bien los rasgos secundarios de cada una de las situaciones que la componen.

Eso, la certeza de que lo que se cuenta con toda inocencia es un reflejo de la realidad y la narración agradable (al fin y al cabo, como en Carver y en Chéjov, ese es el único modo de sostener a un cuento que no cae en el melodrama ni en el suspenso) son los factores que lo hacen un libro interesante que se lee en pocos días y de corrido, como si fuese una novela.

martes, noviembre 21, 2006

"Gente que duerme de día"

(Publicado en el número de agosto de la revista Llegás a Buenos Aires)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Entropía
- $ 21

Calificación: HAY QUE LEERLO


Por Pedro Mairal


Los estantes vacíos, el primer libro de cuentos de Ignacio Molina, tiene algo de novela. Las distintas historias están interconectadas, los personajes reaparecen en otros cuentos, vistos desde la mirada de otro. El autor, a su vez, sabe mostrar las relaciones mínimas que hay entre la gente: el que va al kiosco y pide algo, el que le pregunta la hora a un desconocido, el que comenta algo en la calle. Y construye una unidad: todo el libro está hecho de estos cruces entre personas que parecen estar comuni­cadas pero que en realidad no lo están; gente que se conoce apenas "de vista" o "de oídas", gente que dialoga pero que está en su propio mundo, dis­tante. Claro que lo interesante es que esta interconexión entre los cuentos y los per­sonajes no es explícita, sino que el lector tiene que armar su propio rompecabezas.

Los personajes, a pesar de su mutismo emocional, caen bien, quizá porque están respetados en su actitud de "bajo perfil"; no hacen grandes cosas, ni encarnan grandes dramas. Es gente que duerme de día, gente que se des­pierta y no sabe dónde está, gente que se ducha en casas ajenas, gente que se pone a pensar en otra cosa mientras alguien le habla, gente que pide de­livery, gente que va al kiosco a las tres de la mañana.

En "El futuro", por ejemplo, una chica ve en un cartel una publicidad de unas clases de yoga; al otro día, cuando decide volver a fijarse el teléfono, se da cuenta que sobre ese cartel pegaron un anuncio de un taller literario. Entonces anota el número igual y termina yendo al taller literario. No elige su des­tino, se entrega a esa especie de azar: si hubiera visto un anuncio de clases de reiki o de tarot, habría ido a reiki o tarot. Así, los personajes de Molina no pueden planear nada ni pueden ver el futuro. Intentan hacerlo pero la vida los lleva para otro lado. Los rodean asuntos domésticos, a corto plazo. Viven en un presente poblado de recuerdos recientes, cositas que pa­saron ayer, hace una semana. Sus vidas giran en espiral.

Esta forma de la soledad se vuelve manifiesta, casi material, cuando se trata el tema de la ruptura de una pareja. Algo que está en el título mismo, Los estantes vacíos, y que se refiere, precisamente, a ese momento cuando el que se va se lleva sus libros. El autor muestra las consecuencias grandes y las consecuencias mínimas de las separaciones. Los personajes que las sufren están como catatónicos, anestesiados por el dolor de la sepa­ración. Pero lo atractivo es que ese dolor no está explicado, sino que de alguna manera debe ser intuido por el lector. Y es eso, justamente, lo efectivo: quien se hace cargo de las emociones es el que lee, porque los personajes están en piloto automático, flotando en esa vida doméstica. Y pareciera que, a pesar del dolor, la vida sigue: hay que comprar comida, hay que bañarse, hay que hablar con los demás, hay que contestarle a la gente que pregunta la hora por la calle.

Con un estilo donde predomina el "show, not tell" ("mostrar, no explicar"), un estilo que viene de los cuentistas norteamericanos, Molina deja libre nuestra silla de lectores; simplemente no la ocupa, no nos subestima: nos muestra sin explicar, deja que nosotros mismos ocupemos ese lugar y nos demos cuenta de las cosas. Su apuesta es que la profundidad no debe mos­trarla el autor, sino que debe sugerirla para que el lector la encuentre. La poética de Molina parece decir que lo profundo son los hechos que suceden en la superficie.

No hay palabras que suenen extrañas o demasiado literarias o culturosas. El tono natural, a veces incluso informativo, atraviesa todo el libro. Los cuentos son hiper detallistas: hay una gran suma de observa­ciones, de gestos, como pliegues del pensamiento. En “El sistema”, por citar otro relato, un chico pasa a buscar a una chica por primera vez, caminando, y le toca el portero eléctrico. Mientras espera en la vereda, se apoya contra una ca­mioneta, y en un momento piensa: "Ah, pero ahora va a bajar y me va a ver a apoyado en la camioneta y se va a pensar que es mía, y después se va a desilusionar", entonces se aleja de la camioneta. La suma de esas pequeñas actitudes humanas y observaciones acertadas le dan relieve a cada relato y hacen que estos cuentos estén vivos y resulten tan creíbles.

sábado, noviembre 18, 2006

"Exaltación de lo cotidiano"

(Publicado en el suplemento Ideas-Imágenes del diario La Nueva Provincia el 15 de octubre de 2006)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Editorial Entropía
Buenos Aires, 2006. 192 páginas.


Por Gloria Nozal


Ignacio Molina construye en este libro de sugerente título un escenario propio, que tal vez sea el de muchos; el de una vida en Buenos Aires, la de amigos y compañeros. Privilegiando los simples hechos cotidianos, lo que daría sólo sustento para otros y en él es leit motiv, único tema central: levantarse, desayunar, hacer una compra, tomar un colectivo y que cada cosa común se torne por el arte de su reiteración, su moroso deambular por y ello y nada más, en argumento, nudo, y diálogos, así como también descripciones, las que convergen en ese mismo universo sin crescendos ni desenlaces insólitos y que constituyen trama, fondo.


Ese insistente andar de cada día, sin suspenso, sin reflexiones, donde los seres parecen entregados al sino monocorde demarcado por quién sabe qué, como una suerte de marionetas, va creando un estilo particularmente distinto. Deliberadamente ostentosa, la valorización de lo común, de una simpleza sin planes expresados, sin pensamientos o monólogo interior, con sólo diálogos que también constituyen meros hechos diarios, va creando una personalidad despojada, monótona.

Los personajes son jóvenes en sus estudios, trabajos, comidas, y los diálogos están dados por lo inmediato de sus movimientos: "El jueves a la noche, desde el umbral de su cocina, Gonzalo le mostró a Nahuel una botella de vino y le preguntó si en su de­par­ta­mento no tenía un sacacorchos. –No sé. Pero sino podés mandarlo para abajo con alguna . . . –Che, vago –lo retó Camila palmeándole la espalda–. Andá, yo vi que tenés en los cajones. "De la página 163: "Un atardecer, al salir de la biblioteca, me puse a leer el folleto pu­blicitario de unas jornadas literarias sobre narrativa argentina que, des­pués de obtener mi permiso, un estudiante universitario ha­bía pe­gado en la cartelera de la entrada." Deducimos de estas meras acotaciones, formación, estudios, lo que constituye apenas un detalle orientador, casi dado por descuido del protagonista. Sin embargo, y a diferencia de la mayoría de los escritores, voluntariamente apartado de todo asunto intelectual, Molina retoma el universo de su derrotero de hechos simples, de una chatura que no puede menos que caer dolorosa y que en él es oficio consolidado, que enarbola como sello distintivo.

Sin duda, Los estantes vacíos es una depurada muestra del estilo notable y vigoroso de este escritor que, pintando su universo juvenil, logra su objetivo, el que para nosotros sería aciago si fuera algo más que una realidad retratada por la literatura. Si fuera la vida real de los jóvenes de ahora. Sin signos que apunten a algo intelectual y espiritual, y a la vez tan natural que no se puede dudar de su realismo. Sólo la música, mencionado en ocasiones, emerge como algo más trascendente o conmovedor.

Por lo distinto, por el destacado manejo de la simpleza de las cosas, que lo hace asemejarse a algunos clásicos rusos, Ignacio Molina ha creado una obra de relieve, que aparece en el movimiento actual con un sello particular de búsqueda, de intención de mostrar la realidad sin eufemismos, valorizando así de paso cada acto humano, sin que sencillez o banalidad aparente lo distraigan de su camino, el de la vida y sus actitudes insertas en la rutina de una gran ciudad.
Surge de esto una especie de estilo, por así llamarlo, que siendo literario se aparta de lo común, haciendo destacable lo mínimo, llamando la atención sobre las formas de las cosas más que sobre las cosas. Más lo visible y palpable que los sentimientos, decisiones, pensamientos; todo lo que constituye la superficie de las cosas más que su canal conductor.

En este mundo del autor los seres no parecen pensar, sino que son llevados a cumplir sus ocupaciones sin cuestionamientos y toda otra motivación que anime y vivifique sus desplazamientos y actitudes, parece voluntariamente apartada, como si la misma gran ciudad se encargara un poco de deshumanizar a sus criaturas, llevándolas una y otra vez a los mismos encuentros en una suerte de danza ritual, donde seguramente el hondo significado de los hechos quedará oculto, inadvertido.

lunes, noviembre 06, 2006

"Una realidad enrarecida"

(Publicado en la edición del 9 de octubre de 2006 del periódico Eco-días de Bahía Blanca)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina

Entropía, 2006

Por Silvana Angelicchio

Definir el género, hacer un resumen del argumento o perfilar la te­mática de Los estantes vacíos puede resultar un ejercicio tan elusivo como su propia lectura. Sin embargo, esto no es una objeción sino un halago, ya que la sensación de no hacer pie que proviene de los quince relatos que lo conforman resulta estimulante y atrapa al lector en su realidad en­rarecida.

La geografía se reconoce como porteña, el tiempo como presente y cer­cano, pero siempre hay alguien que pide la hora o pregunta a los gritos por una calle. Los detalles son minuciosos, pero no tienen incidencia en las acciones que se describen. Los personajes son recurrentes, protagonizan un relato y son comparsas en otros, mostrando el mismo hecho desde diferentes ángulos, pero no se los reconoce fácilmente.

Sólo pinceladas cortas que van pintando un estado de ánimo generacio­nal. Una indolencia que los protagonistas no reconocen sino vagamente ("Una madrugada de domingo, mientras caminaba desvelado por el ba­rrio, tuvo una sensación extraña. Durante unos segundos no supo de dónde venía ni dónde iba, se preguntó qué hacía parado en ese lugar y, para no perder el equilibrio, tuvo que apoyarse en un poste"), y man­tienen durmiendo, con rutinas o diversiones inmediatas.

El título proviene de uno de los relatos –definitivamente no son cuentos tradicionales en cuanto exponen poco, son todo desarrollo y carecen de desenlace– en el que un hombre registra que ha finalizado su matrimonio recién al ver vacíos los estantes de su biblioteca. Faltan los libros, entre los que ha escondido un mensaje que su ex podría no encontrar jamás. Un azar al que parece haber apelado el propio autor con este atrapante trabajo.

Esta es la primera obra editada del joven Molina, nativo de de Bahía Blanca y afincado en Buenos Aires, quien se desempeña como periodista y corrector y ya era conocido como blogger.

sábado, agosto 12, 2006

"Hay un estante vacío"

(Publicado en el suplemento Radar Libros de Página/12 el 6 de agosto de 2006)

Por Juan Pablo Bertazza

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Entropía
188 páginas

Alguien dijo que lo más importante de una biblioteca son los espacios vacíos. Ignacio Molina, un joven bahiense blogger que ha realizado reseñas para algunos medios como la revista de crítica Los asesinos tímidos, tomó la idea para hacerla carne en lo que es su carta de presentación: un sobrio libro de cuentos. Y los quince relatos que vienen a llenar Los estantes vacíos se afilian muy claramente en esa tradición que inició Hemingway y que llevaron hasta su máxima expresión Cheever y Raymond Carver. En efecto, se podría jugar un poco y pensar que estas historias, que encuentran en el fútbol (ver el cuento “El opio de las masas”) una curiosa unidad, constituyen algo así como las variaciones argentas de dos cuentos de Carver que resumen, a su vez, los dos grandes procedimientos del autor norteamericano...

(la reseña completa, acá)

martes, agosto 08, 2006

"El sentido de los espacios vacíos"

(Publicado en Hojas de Tamarisco el 10 de julio de 2006)


Por Violeta Gorodischer


Los estantes vacíos es un continuo de discontinuos: momentos, fragmentos, fotografías que, como la ilustración de portada, no parecen sino instantes robados de una vida. Hay un lenguaje acertado y concreto en boca de un narrador humilde que logra un registro mimético de lo cotidiano. Así, con pasos lentos pero seguros, el libro va dibujando la geografía de una ciudad dormida. Los barrios y suburbios de Buenos Aires se vuelven de pronto escenario de los personajes, simpáticos flanêurs del subdesarrollo: calles, colectivos y grafittis son el fondo de diversas pinceladas que luego, en el conjunto, permiten (re)construir una historia. Como alguna vez hiciera Saer en sus Cicatrices, los personajes de Molina cruzan sus vidas acaso sin saberlo, o sí, cómo estar seguros. El hecho es que ocupan y relegan lugares protagónicos en función del punto de vista con que se los quiere contar. Un libro que podría definirse como la suma descriptiva de momentos, sentimientos y relaciones que no se dirigen hacia ningún punto concreto. Casi el opuesto exacto de la célebre teoría de la composición de Poe, aquella en la que el opiómano afirmaba que el final del cuento debe ser tan sorpresivo que "tome por el cuello al lector". Pero no es esa, precisamente, la intención de Molina. Y tal vez en eso resida el hallazgo: la aparente incertidumbre de la espera justo ahí, en plena complicación del relato. Esa supuesta apatía del libro reflejada en sus múltiples niveles (lenguaje sobrio, personajes poco descriptos, diálogos breves, situaciones esbozadas) es sólo la punta del iceberg, a lo Hemingway. El resto duerme bajo el hielo y subrepticiamente, casi de incógnito, se hace sentir. Es esa tensión que cualquier lector atento percibe. La trama latente que corre, oscura, debajo de cada gesto, de cada frase, de cada discusión o amorío, encuentro o desencuentro. Las palabras precisas y no elegidas al azar con que el autor decide dejarnos ahí, en el "justo que". La forma en que el final abierto nos obliga a repensar lo anterior cuando los personajes reaparecen con matices diferentes, en situaciones diferentes, resignificando cada vez lo ya leído. Entonces la apatía deviene dinamismo, empatía con el autor: los lectores valoramos la humildad de quien nos deja imaginar. De quien relega la soberbia narrativa de querer acapararlo todo. Esa que, a veces, termina opacando el interés potencial de un libro.

"La cohesión de la apatía"

(publicado en el suplemento Cultura del diario Perfil el 9 de julio de 2006)

Los estantes vacíos

Autor: Ignacio Molina
Género: cuento
Editorial: Entropía. $21


Por Nicolás Mavrakis


En su primer libro de cuentos, Ignacio Molina se propone abor­dar el género desde un particular manejo del lenguaje, el estilo y la forma; particularidad que fija su alejamiento de una tradición argentina de narradores tan consagrados como canonizados de cuya órbita, a tantos cuentistas de su misma generación, suele resultarles tan difícil escapar, innovación mediante.

Gracias al uso ininterrumpido de una escritura cuidadosamente despojada de todo ornamento y de toda pompa; una escritura que, a razón de su elaborada depuración del lenguaje entraña su aire inusual, Molina sitúa al lector ante un "estilo apático" que exige una atención distinta. Este estilo, que se impone como rasgo de una cohesión general –lo que distingue a una serie dis­persa de cuentos agrupados en un mismo libro de una unidad significativa, es decir, de un libro de cuentos propiamente dicho–, surte, además, el efecto de dar vida instantánea a personajes a su vez decididamente "apáticos" (es evidente que Carver y Cheever figuran entre las lecturas predilectas del autor). Irreso­lución de ánimos que se traslada, también, a la forma misma de cuentos que, a veces interconectados como nouvelles, repiten per­sonajes y alteran perspectivas en torno a una misma situación, como montajes cinematográficos en el que se brindaran planos generales y zooms.

Tramas incompletas que evaden lo tradicional; personajes que, si bien forman circuitos de relaciones privadas y espacios propios, escapan o se ven imposibilitados de toda relación -incluso amo­rosa y aún cívica- en una Buenos Aires construida como espacio de innumerables desplazamientos (abundan caminatas, trenes y colectivos) que tematizan cuestiones referidas al encierro y a la regresión; todo esto termina elaborando una opera prima con innegable personalidad.

"El agotamiento de un Sistema"

Algunos de los apuntes ordenados por Mavrakis y publicados en su blog, más en forma de ensayo que de simple reseña, luego de una dedicada y atenta lectura de Los estantes vacíos:

“Pero por otro lado, sostener, durante ciento sesenta y ocho páginas, un estilo y un lenguaje apático involucra, sin dudas, algo del orden del oficio que requiere la literatura.”

“Y no hay pérdida de la realidad: hay indiferencia. Los personajes, por ejemplo, no tienen reloj; pero se la pasan averiguando la hora a razón de sus propias percepciones temporales.”

“Una oposición a la dialéctica del lenguaje mercantil, por lo menos. (…) La dialéctica discursiva del mercado se opone al lenguaje de una apatía sin dialéctica –y no al revés, que es lo importante– a lo largo de todo Los estantes vacíos.”

“Ignacio Molina prefiere decir antes que nombrar. O, en todo caso, prefiere no nombrar para decir.”

"El genio apático también como “estilo” en la construcción de una figura de autor. Quien hace circular la mirada por la página de un libro que –de nuevo– prefiere ni siquiera mostrar.”

“El libro de Ignacio Molina, al correr de la lectura, entrelaza y entrecruza los géneros (estamos realmente ante una serie de ¿cuentos? ¿nouvelles? ¿un proyecto de novela?)”

“El pasado, entonces, como dislocación del presente: un pretérito imperfecto capaz de agrietar la continuidad del presente. La tragedia apática de Los estantes vacíos.”

“Los diálogos entre los personajes –que se cruzan y conviven pero no siempre se conocen ni quieren dejarse conocer– se entrelazan abruptamente como si los uniera fraternalmente un mismo espacio urbano. La ciudad como gran relato que los incluyera a todos.”

“Tal vez todo Los estantes vacíos quiere representar, apatía mediante, el agotamiento de un Sistema. Es decir, la inutilidad de toda narración que presuponga enlaces ineludibles entre sujetos. Y quien quiere escapar del Sistema –quien fantasea– se cae.”

(El ensayo completo, acá)

"El filtro del abúlico"

Por Facundo GV


En la contratapa del libro, Molina parece menos rubio de lo que es, algo que debe haber colaborado con la dificultad que tuve para re­conocerlo en la presentación del libro; a decir verdad, tam­bién cola­boró estar detrás de la única columna de Bartolomeo.


La tapa del libro de Molina dice que es de cuentos; cuando uno em­pieza a ver que los personajes se repiten en los diversos cuentos, que uno podría leerlo como cuatro historias de Elige tu propia aven­tura reunidas en un mismo libro, que los finales de los cuentos suelen ser arbitrarios –que podrían terminar en cualquier otro lado– y que el sentido no se estanca en un cuento y perece ahí, sino que fluye a lo largo de todos los cuentos, como una especie de destino ineludible y genérico de los personajes de Molina, a uno también le cuesta reco­nocer que la tapa dice algo relativamente fiel a lo que ocurre dentro.

“Antes, durante y luego de la sobremesa, dentro y fuera de La Fa­rola, los grupos van intercambiando sus integrantes y repitiendo los temas: estudios, trabajos, noviazgos, política, proyectos, separacio­nes, mudanzas...”

La cotidianidad del abúlico:

Los personajes de Molina no hacen nada; en realidad, sí lo hacen pero parece que no porque a ellos les parece que no hacen nada; se levantan tarde y caminan o se levantan temprano y trabajan, se to­man colectivos para trazar la geografía de la UCR y del PJ entrela­zados en la ciudad o se toman colectivos para ir a Metrópoli o para justificar paralelismos con lo que están leyendo; piden comida o hacen la comida ellos mismos, pero siempre como un ritual, como si atrás de esa abulia de la repetición se escondiera algo.

A veces, el truco de Los estantes vacíos pareciera esconderse justa­mente en eso; en tratar de sugerir que algo ocurre detrás de lo abú­lico, detrás de la rutina.

La seducción del abúlico:

Pedro Mairal decía en la presentación que Molina era pudoroso y que por eso no había escenas de sexo; Cucurto se reía (¿Era Cucurto? ¿Existe Cucurto?) cuando Mairal decía eso, como un chico se ríe mientras busca “culo” en el diccionario.

No sé si es ese el tema; Molina parece estar más cómodo seduciendo, mostrando un poco, pero sin desnudarse; plantando la duda de si efectivamente pasó lo que parece que pasó. No es que no hacen nada los personajes; pónganle “Jornadas Literarias”; ahí, el protago­nista vive una historia clandestina con Juliana, una vecina de la habita­ción donde vive, que es mucama, ve telenovelas y está enamo­rada de un bajista de un grupo tropical, y él tiene que ocultar eso a su no­via. Sin embargo, Molina opta por contar no eso, sino por ro­dear a eso de la vida cotidiana de un bibliotecario de barrio. ¿Por qué, Molina, por qué? Bueno, capaz porque después del funeral de aquellos a quienes amamos, tenemos que decidir si nos matamos o si nos ba­ñamos y nos volvemos a tomar un colectivo.

La moral del abúlico:

Tengo la sensación de que yo soy abúlico; pero de lo que estoy se­guro es que cuando me junto con personas abúlicas, me contagio. Por ejemplo, uno puede pasar treinta minutos con estas personas tratando de decidir si salir o no, estableciendo todas las consecuen­cias posibles de hacerlo o no hacerlo; cuando uno se pone la cam­pera, después de convencerlos de que al menos habría que ir a ver si hay un kiosco donde vendan birra, uno tiene que soportar que cuenten cuatro o cinco veces las cuadras de diferencia que hay entre dos kioscos equidistantes; cuando uno llega al kiosco, está cerrado, ya no hay más birra y el abúlico comienza a arrepentirse o a echar­nos la culpa de todo.

Los personajes de Molina tienen justamente eso; elegir una mesa en un restaurante viendo al mozo cerca los pone en una situación bajo presión; tener que cocinar como única actividad del día los estresa; cualquier decisión que los arranque de su fluir manso y nulo les ge­nera, sino un conflicto moral grave, un conflicto.

El opio del abúlico:

El cuento en el que Molina logra hacer todo lo anterior de la mejor forma es “El opio de los pueblos", porque, en definitiva, ahí es donde puede rodear al protagonista de historias ajenas, de historias que lo rodean y que parecen sugerir más cosas de las que él puede generar por sí sólo (en realidad, el protagonista no genera ninguna). Es un poco como el capítulo de Seinfeld donde George y Jerry quie­ren vender el guión a la tele y George dice que “the show is about nothing”. Seinfeld es, en definitiva, un show sobre nada porque los personajes centrales no hacen nada, sólo esperan que algo exterior les ocurra y desatar sus obsesiones.

“Yo no había ido al departamento a nada en especial, sólo a pasar algunas horas escuchando música o mirando televisión, y cuando él me preguntó qué hacía tuve que inventar una excusa: buscaba la cinta de embalar para tapar las rajaduras de mi ventana.”

Entrevista

El Gordo Gostanián entrevista a Ignacio Molina, a propósito de su nuevo libro de cuentos Los estantes vacíos.

(Clickear acá)

lunes, julio 03, 2006

Palabras de Pedro Mairal acerca de Los estantes vacíos

(Desgrabación del discurso ofrecido por Pedro Mairal en el acto de presentación del libro)


Primero, para hablar de Los estantes vacíos, este libro de cuentos de Ignacio Molina, me gusta­ría diferenciar lo que es un libro de cuentos de lo que es una novela, y dis­tinguir cómo se lee cada uno de estos géneros. Buscando analogías podría decir que la novela es como una casa, una casa que nos hospeda durante una semana o quince días –o el tiempo que nos lleve leer ese libro–, y de la que se puede salir y volver a entrar sin demasiado esfuerzo porque es un mundo que ya uno conoce. Y los libros de cuentos, a diferencia de las novelas, son como un edificio de departamentos, donde cada vez que entramos en un cuento entramos en un departamento, en una vida, y después ese cuento se ter­mina y se cierra la puerta, y tenemos que entrar a otro y después al siguiente. La lectura de cada cuento es una experiencia muy intensa, pero en general no están comunicados unos con otros, y eso le exige más al lector, porque tiene que entrar en distintos mundos varias veces. Quizá por eso es muy difícil leer un libro de cuentos de un tirón, generalmente uno lee un cuento y se queda pensando, decantándolo un tiempo hasta que empieza a leer el próximo.

Este libro de Ignacio Molina tiene un recurso muy atractivo: las historias están interconectadas, los personajes reaparecen en otros cuentos. Es como si, de alguna manera, las puertas de ese edificio estuvieran abier­tas y uno pudiera recorrer todo el libro, ir conociendo esas vidas y saber que alguno de esos personajes que nos cayó bien o que se nos volvió familiar puede llegar a reaparecer más ade­lante.

El libro muestra, de una manera muy interesante, el tejido de lo que es una ciudad. Mu­chas veces un personaje aparece desde la mirada de otro: escenas que al­guien ve a lo lejos después aparecen como filmadas desde otra perspectiva. Molina muestra muy bien esas relaciones mínimas que hay entre la gente: la persona que va al kiosco y pide algo, la persona que le pregunta la hora a un desconocido, la per­sona que comenta algo en la calle. El libro está hecho de todos estos cruces entre gente que pareciera que está comunicada pero que en realidad no lo está, gente que se conoce de costado, gente que habla con otra pero que está en su propio mundo, como distante.

Hay, por ejemplo, una escena, un instante casi, donde una mujer se asoma por la ventana al pozo de aire y luz de su edificio, ve a un hombre en el patio de abajo y se asombra porque él justo está mirando hacia arriba, entonces se vuelve a meter para aden­tro: le da vergüenza que la vean mirar por la ventana. La escena también está contada desde la mirada de este hombre. Muchas de las relaciones entre los personajes del libro son así: la gente tiene como timidez de conocerse la una a la otra. Y a la vez, toda esta interconexión entre los cuentos y los perso­najes no es explícita, el lector tiene que armar su propio rompecabezas. Muy pocas veces Molina dice "este es el personaje que hizo tal cosa en tal otro cuento", sino que uno tiene que darse cuenta de eso. Es decir que el li­bro demanda un lector bastante activo.

Los personajes son interesantes: gente que duerme de día (ese podría ser otro título para el libro –yo me sentí identificado, recordando la época en que era feliz y no trabajaba–), gente que se despierta y no sabe dónde está, gente que se ducha en casas ajenas, gente que se pone a pensar en otra cosa mientras alguien le habla, gente que pide delivery, gente que va al kiosco a las tres de la mañana.

Hay un personaje que me cayó particularmente bien: un tipo de unos veinticinco años al que lo mantiene la novia, y su tarea es cocinar e ir al laverrap: eso es todo lo que tiene que hacer en el día, pero eso ya lo estresa un poco. Entonces se levanta a las diez, porque tiene que llevar la ropa para que esté lista ese mismo día, y cuando vuelve se mete de nuevo en la cama, y es­cucha el ruido del ascensor y de la gente que pasa por la calle. Siente que todo el día funciona y todas las poleas de las cosas están trabajando, y él está ahí, plácido, metido en la cama, en calzoncillos.

En otro cuento hay una chica que un día, mientras espera el colectivo, ve en un cartel una publicidad de unas clases de yoga, y otro día, cuando decide volver a la parada a fijarse el teléfono, ve que en ese cartel hay un anuncio de un taller literario. Entonces anota el número igual y termina yendo al taller literario. No elige su destino, hay como un azar: si veía un anuncio de clases de reiki o de tarot, iba a reiki o tarot. Los personajes no pueden planear nada, no pueden ver el futuro tampoco. Intentan hacerlo pero la vida los lleva para otro lado. Los rodean asuntos domésticos, cosas a corto plazo. Viven en una especie de presente poblado de recuerdos re­cientes, cositas que pasaron ayer, hace una semana, y sus vidas giran en es­piral (de hecho hay un cuento que se llama "Espirales", en el que los perso­najes se entrecruzan sin conocerse en el mismo relato y pasan una y otra vez por los mismos lugares).

Otro tema en el que profundiza el libro es el de las separaciones, tema que está en el título mismo: los estantes vacíos, que se refiere a cuando al­guien se va y quedan los estantes desnudos, sin los libros del otro. Molina muestra perfectamente las consecuencias grandes y las consecuencias mínimas de las separaciones. Los personajes que las sufren están como catatónicos, anestesiados por el dolor de la separación. Pero lo interesante es que ese dolor no está explicado, no hay un drama, sino que de alguna manera eso debe ser intuido por el lector. Lo efectivo es justamente que quien se hace cargo de las emociones es el lector. Los personajes que­dan como en una especie de piloto automático, flotando en esa vida doméstica. Y pareciera que a pesar del dolor la vida sigue: hay que comprar comida, hay que bañarse, hay que hablar con los demás, hay que contestarle a la gente que pregunta la hora por la calle.

En el libro, los familiares y las parejas aparecen casi tan extraños como esa gente que nos pide la hora por la calle. Las parejas a veces no se sabe si son o no son parejas. Hay un bibliotecario que también me cayó muy bien, que tiene veintipico de años y alquila una pieza en una terraza al lado del cuarto de la mucama, que trabaja en esa misma casa. Y toma mate con ella, se mete en su cuarto, ven telenovelas juntos. Él tiene una novia, pero prefiere estar con la mucama, quizá porque lo atrae todo ese mundo. En­tonces la acompaña a limpiar casas, pero no la ayuda: se mete a mirar televisión en esas casas vacías. Y a la vez, no se sabe del todo si el vínculo está erotizado o no, no se sabe si se acuestan o no. Eso me llamó mucho la aten­ción: Molina es muy pudoroso con los temas sexuales en los cuentos, y lo hace muy bien. Porque uno caería siempre en la tentación de describir detalladamente la escena sexual como el plato fuerte de cuento, pero él salta a cuando se están vis­tiendo sin hacer ruido para que no se despierte el otro. Y se despiertan, como dije, en camas extrañas. Algunos se despiertan con los pantalones por los tobillos y no saben dónde están.

Con respecto al estilo, hay mucho "show, not tell" ("mostrar, no explicar"), que es un estilo que viene de los cuentistas norteamericanos (sé que a Molina le gustan Cheever y Carver, autores que de alguna manera usan ese estilo, también utilizado mucho por Hemingway). ¿Qué es mostrar y no explicar? Escribir explicando sería: "entró Pablo a la habitación, era un tipo violento". Y él no hace eso, él muestra: "entró Pablo a la habitación, pegó un portazo y nos empezó a gritar a todos". Lo que tiene de efectivo eso es que no es necesario convencer al lector, explicarle que el personaje es violento, sino que es el lector el que se da cuenta solo de que el personaje es violento. Eso me parece importante y es una manera de dejarle la silla vacía al lector, no subestimarlo, mostrarle sin explicarle, para que él mismo se dé cuenta de las cosas.

En otro momento, por ejemplo, no dice que un personaje tiene vergüenza, sino que el personaje se acuerda de una vez que un doctor le tendió la mano, y él, en uno de esos típicos momentos bochornosos, en lugar de agarrarle la mano le dio un beso. El personaje se acuerda a veces de eso, vuelve a pasar por esa situación y siente vergüenza. Pero la palabra vergüenza nunca está dicha, es como si fuera una adivi­nanza, uno mismo como lector se da cuenta de que el personaje tiene vergüenza.

Con respecto al tono del libro, nunca hay una palabra que suene extraña o demasiado literaria o culturosa. Siempre hay un tono natural, a veces in­cluso informativo. Los cuentos son hiper detallistas: hay una gran suma de detalles, observaciones de cosas, como pliegues del pensamiento. Por ejem­plo, hay un chico que pasa a buscar a una chica por primera vez, cami­nando, y le toca el portero eléctrico. Mientras espera en la vereda, se apoya contra una camioneta, y en un momento piensa: "ah, pero ahora va a bajar y me va a ver a apoyado en la camioneta y va a pensar que es mía, y después se va a desilusionar", entonces se aleja de la camioneta. Ese tipo de pequeñas cosas están muy bien mostradas en el libro y son las cosas importantes a la hora de escribir, porque es lo que hace que el cuento esté vivo y el lector se lo crea.

Cuando el primer libro de un escritor es de cuentos, ese libro es como una especie de big bang personal, donde se intuyen los múltiples rumbos que puede tomar la obra de ese autor. Es como un muestrario de posibilidades, de temas, de obsesiones, de personajes que quizá van a ir apareciendo. Son como semillas de otros cuentos, incluso de novelas futuras. Así que quiero felicitar a Ignacio, y que celebremos la llegada de este libro, que segura­mente traerá otros libros el día de mañana.

domingo, junio 25, 2006

Contratapa

Los quince relatos que conforman Los estantes vacíos construyen su propio campo de exploración narrativa. Primero, un registro: realista, pero de modo tal que la realidad de referencia es aquella a la que se accede desde el interior de los cuentos. Luego, un territorio, que son aquí la ciudad y sus suburbios, reconocibles y entendidos más como condición de posibilidad de sus habitantes que como laboratorio sociológico. Por último, un abordaje, un tono que Molina sabe moldear para guiar a sus obras hacia un punto donde el énfasis ya no está puesto sobre la trama, sino sobre las tensiones de un lenguaje puro y sus filtraciones.

El procedimiento de Ignacio Molina consiste en sorprender a los personajes de sus cuentos con una certera incisión sincrónica en el devenir de sus subjetividades y exhibir al lector las revelaciones emergentes. El resultado que se trasluce en Los estantes vacíos no es un conjunto de inalterables dioramas en suspenso, sino el fluir de una poética nacida de la cotidianidad.

lunes, junio 19, 2006