jueves, septiembre 13, 2007

"Cómo estar solo"

(Publicado en la revista El Interpretador)

Sobre Los estantes vacíos, de Ignacio Molina
Entropía, 2006
Por Alejandro Soifer


¿Cómo escribir sobre un libro del que ya se ha dicho tanto?
Intentémoslo.

Tenemos entonces quince relatos agrupados en un libro con ciertas continuidades temáticas y argumentales tanto como formales y de procedimiento.

Podría establecerse como plano de lo narrado el espacio y el tipo de personajes que se repiten en los relatos. Tenemos hombres y mujeres de entre 20 y 30 años, de clase media – media baja (en esa franja difícil de clasificar que algunos han llamado La generación del milqui: mil quinientos pesos de sueldo que obligan a la vida gasolera y el alquiler y los gastos compartidos con otro; compañero de cuarto o pareja) que intentan vivir y sobrevivir a la vida en la época del ningún- ismo.

Establecer que hay una repetición de arquetipo de personaje que se reproduce a lo largo de los quince cuentos es un mecanismo crítico productivo porque permite hablar del desplazamiento de personajes y situaciones como una constante en la construcción del libro. Una idea básica se desliza: no importa el personaje, importa la situación. Los personajes entran en un juego de enroques permanentes, un desplazamiento que sigue la línea de toque de de significantes vacíos. Como si de jugar el Juego de la mancha se tratase, un nombre propio que representa a un personaje en un cuento le pasa la mancha o el significado a otro personaje, otro significante, en otro cuento, permaneciendo ese significado inmutado en el traspaso. No hay una delimitación de los personajes tal que permita el juego de las diferencias sino que hay un montón de nombres propios actuando como marca y posibilidad de encadenamiento, deslizamiento del significado (ese condensado que incluye situaciones y escenarios similares en desplazamiento a lo largo de los cuentos) de cuento en cuento, de personaje en personaje (lo que es lo mismo en este caso, de nombre propio en nombre propio) lo que lleva a pensar una categoría excesiva pero posible y esclarecedora: un Archipersonaje como presencia previa, como personaje que deviene personaje encarnado en los nombres propios que saturan los relatos. (...)

(La reseña completa, clickeando acá)

sábado, junio 23, 2007

"Asimetrías del vacío"

(Publicado en el número de abril de Bazar Americano, el sitio de la revista Punto de Vista)

Por Matías Moscardi


Sobre Ignacio Molina, Los estantes vacíos,
Buenos Aires, Entropía, 2006. 188 páginas.


[...] intentando imaginar una cara para la voz que acababa de oír. Una sensibilidad asimétrica abre Los estantes vacíos, el primer libro de cuentos de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), publicado por la editorial Entropía, en 2006. Dos personas –el narrador y una chica recostada a su lado– comparten los auriculares de un walkman, en el micro. De un lado, conectado, el narrador escucha los graves de la música y se pregunta si por el otro audífono, simultáneamente, estarán entrando en la cabeza de Manuela los sonidos agudos. Como si el lenguaje de la mirada fuera siempre parcial, trazando por defecto una zona hipotética, un contrapeso narrativo que irradia de la suspensión, en equilibrio con lo explícito, con el alcance cómodo y efectivo de lo visible. Los personajes hacen de lo que miran y escuchan una insuficiencia que necesita ser decodificada o constatada. Por ejemplo: el narrador de “El sistema”, que en el medio de un recital de “cumbia romántica”, intenta descubrir los acordes que ejecuta un bajista sobre el diapasón; o la narradora de “Diapositivas”, que tira un papel plateado en un cantero con la promesa de comprobar su permanencia, al día siguiente. Pero los personajes no pueden traspasar, ni en sus percepciones ni en sus acciones, la línea que divide el saber de lo supuesto. Por eso, las notas quedan en un espacio de desciframiento y nadie vuelve a constatar la existencia del papel plateado.


[…] me gustaba pensar que, mientras yo estaba quieto, aún se movía el sistema de poleas activado por mí. Los cuentos proceden velados con una percepción concreta, con un registro límpido, dispuestos en la superficie para cubrir otra cosa, quizás el punto de tensión en donde lo cotidiano se fisura dejando entrever, como a través del desgarro de una tela, el destello posible de un relato. De ahí que lo inacabado sea lo común, lo compartido en el libro de Molina. Porque los cuentos se detienen antes, como si se quedaran sin fuerza, y hacen de un stand by narrativo, una suavidad intensa. La física dice que si un móvil acelera en la mitad de un recorrido, en lugar de aumentar, la velocidad disminuye. Digamos: la aceleración produce quietud. En cambio, Molina frena para acelerar, y sus cuentos generan un ritmo que hace del estatismo una dinámica, y extendiendo la metáfora: del corte una continuación. De ahí la serie que forman “Espirales”, “Los estantes vacíos” y “Brasil tiene esas cosas”. De ahí, también, sus puntos de hilación: escenas pausadas en el momento del tránsito, como el final de “Los estantes vacíos”, en donde Natalia, mientras paga una pizza, siente la temperatura de la muzarella tras el cartón. O como el final de “Seis novelas”, en donde Camila y Nahuel llegan a la conclusión de que los sueños siempre se cuentan en pretérito imperfecto.


(La reseña completa, clickeando acá)

"Los estantes vacíos"

(Publicado en la revista No-retornable)

Ignacio Molina (Entropía, 2006)
por Sol Echevarría


Los estantes vacíos es un libro compuesto por quince relatos que funcionan como quince piezas de un rompecabezas. Si bien la tapa anticipa que es una compilación de cuentos, lo cierto es que existe una marcada continuidad entre ellos. El cruce de personajes, de historias y de lugares es tal que hasta podría pensarse que se trata de una novela. Cada cuento está compuesto por diferentes fragmentos y, a la vez, cada cuento es un fragmento del libro, como si todo fuera una unidad funcional. Una unidad, por supuesto, despedazada e incompleta, que se puede leer de atrás para adelante o saltando en forma desordenada.

El cruce entre un cuento y otro está dado por los vínculos que se generan entre los personajes a causa de su deambular por la ciudad. A menudo sus vidas apenas se rozan por un instante y luego prosiguen cada una por su camino. El azar cotidiano influye en estos pequeños intercambios que hacen que la mirada del narrador zigzaguee entre distintas historias. Así, sigue los pasos de un chico que va a comprar algo al kiosco y, zás! luego vemos al chico alejarse a través de los ojos del kiosquero, quien se convierte inmediatamente en el foco del relato. En este vaivén narrativo predomina un interés fugaz y algo caprichoso gracias al cual el relato diverge constantemente.

Este desplazamiento de perspectivas produce una visión panorámica fragmentada. Una vuelta al día en ochenta mundos donde cada personaje tiene una óptica determinada y una historia particular, aunque ésta permanezca apenas esbozada. El resultado es un rompecabezas imposible, ya que nunca se puede reponer la totalidad de las historias que se narran. Hay elipsis, piezas sueltas y repeticiones. Queda una mirada desecha, similar a la que se obtiene al observar a través de un calidoscopio.

Se produce un texto espiralado en donde las historias se entrecruzan. Los nombres de los personajes ya leídos resuenan en cada cuento como un eco, a veces difícil de restablecer. Vuelven a la memoria como un chispazo, como una resonancia de algo olvidado. La errancia de los personajes es la que estructura el relato. Estos nuevos flaneurs del segundo milenio recorren la geografía concreta y bien delimitada de Buenos Aires, sobre una calle o avenida en particular. Ese hincapié en el detalle cartográfico pareciera trazar una flecha que apunta a la realidad como su blanco principal.

Los personajes son, casi todos, veinteañeros que se hunden en siestas desordenadas, conversaciones triviales y se dedican a dar vueltas por la ciudad. Por momentos parecieran incluso no decidir sobre su destino. Hay cierta inercia en la manera que tienen de desplazarse por el mundo. Se entregan al azar como si fueran pequeños autómatas. Duermen, comen, conversan, deambulan y vuelven a sus casas. Están enmarcados en una cotidianidad de quehaceres domésticos y de acciones banales, apenas atravesada por conflictos que se disparan tanto a causa de la mirada de un mozo como por una tortuga encontrada en la calle.

Se podría decir que viven en un presente absoluto de no ser por esos flashbacks que remiten constantemente al pasado de los personajes. Un pasado que rara vez se verbaliza para constituirse en un discurso. Se trata más bien de un pensamiento privado o de una reposición del narrador, pero nunca de un tema de conversación. De hecho, cuando los personajes conversan los temas que abordan también reproducen cierta trivialidad. A pesar de estar a menudo acompañados, los personajes son más bien solitarios. En su interacción con los otros se comportan casi siempre como completos extraños. Los vínculos que entablan con su entorno son endebles, parecen rotos a causa de cierto despojo emocional. Tampoco su mundo interior está del todo intacto. Las reflexiones no suelen ser profundas sino que reproducen más bien la idea de un desvarío sin epifanías.

El tedio opera como un leit motiv que recorre las páginas. Los personajes se sumergen en el lodo de su día a día, de sus insignificantes paranoias. Un interrogante nunca dicho pareciera flotar en el aire: ¿Hay algo detrás de todo eso? En los estantes vacíos el lector puede percibir la falta de algo que, efectivamente, ya no está.

En este sentido la escritura de Molina se enmarca en una tradición que podría llamarse “nadaísta”. En una entrevista el autor menciona a Raymond Carver, Enrique Wernicke, John Cheever y a Martín Rejtman. También podría agregarse a Antón Chéjov. No es que nada sucede en sus relatos, sino que lo que sucede está propuesto como nada. La repetición, el sinsentido y el tedio muestran a la vida como sueño eterno o, más bien, como pesadilla de la cual no se puede despertar.

Contrario a lo que podría esperarse en relatos de estas características, no abundan las descripciones sino que, por el contrario, predominan las acciones. En tres renglones un personaje se encuentra con un amigo, vuelve a su casa, se duerme, se despierta y sale a desayunar. Todo se sucede a gran velocidad pero todo, en algún punto, carece de importancia puesto que está condenado a la repetición. Este accionar reiterativo produce una sensación de quietud. Algo similar a lo que ocurre en una playa en la que el ir y venir constante de las olas evoca la calma del mar.

La proliferación de historias es tal que a menudo cuesta seguirle el ritmo. Los personajes están vagamente descriptos. Son figuras, casi sombras, que recorren el texto y terminan siendo prácticamente indiferenciados unos de otros. No se narra la historia de grandes héroes, tampoco la de pobres desdichados, sino que cada relato pone en escena los dramas (¿o la falta de dramas?) del hombre común.

Se trata de una simpleza monótona en la que no hay suspenso ni grandes acontecimientos. Reina una tranquilidad empalagosa. Los mismos personajes se aburren y duermen todo el tiempo. Parecieran estar hibernando, como la tortuga que irrumpe en varios de los relatos. Es más, toda la ciudad está durmiendo, su posición horizontal imita la chatura de la trama. Finalmente, cada uno de los relatos se interrumpe de pronto. No hay un desenlace marcado porque ¿cómo ponerle un fin a lo que no sucede?

martes, febrero 20, 2007

"El principio de la tragedia"

(Publicada en la revista Los asesinos tímidos)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Entropía

Por María Eugenia Rombolá

¿A qué nos hace recordar el aullido de los gatos en celo, y cuál será la intención de los papeles que se arrastran en los patios vacíos?
Oliverio Girondo

Recuerdo que en algún momento el autor de Los estantes vacíos comentó que no puede pensar en una palabra sin pensar al mismo tiempo en cómo se escribe, es decir, en su materialidad gráfica, en su cuerpo más concreto. Pienso que esta obsesión por el cuerpo de las palabras es la condición necesaria para intentar rasgarlas y poder llegar a lo que está detrás (¿a la nada? No se sabe a ciencia cierta, pero sí puede observarse que en este acto radica la exploración del autor). Molina lo sabe, tal vez no sabe que lo sabe, pero lo sabe. Y para los que no lo saben, puede ser una tarea ardua comprender, por ejemplo, la necesidad de construir un personaje como Matías ("El camino del agua") que escucha (y acá vale la pena recalcar que no oye, sino que escucha) palabras sueltas en una conversación telefónica de su hermana, "técnico, tenedor, enganche, comentarios, filamento, volantes, campeonato, forra, camisa, líneas, público, chau". Las palabras no son las cosas, eso todo el mundo lo sabe, pero las palabras sí son cosas y hay quienes lo niegan en virtud de una fidelidad desmedida hacia las formas ya concebidas de los géneros (hay una anécdota que cuenta que una vez Gauguin se encontró con Mallarmé y le dijo algo así: "Tengo un montón de ideas para escribir una novela" y Mallarmé le respondió "Las novelas no se escriben con ideas. Se escriben con palabras").

El cuento
Hay muchas teorías respecto a qué es un cuento, pero vaciemos nuestros estantes de teorías y volvamos a la idea más simple, la que teníamos seguramente cuando empezamos a leer, ¿qué es un cuento, entonces? ¿No es acaso un relato en el que transcurren cosas y muchas veces termina antes de lo que querríamos, pero al mismo tiempo, en su propia constitución está la imposibilidad de que continúe? Es verdad que lo mismo puede decirse de la novela, pero a diferencia del cuento, en ella hay líneas de fuga intermedias que permiten digresiones casi, casi, infinitas. Entonces, el cuento le muestra el final al cuentista. El novelista, en cambio, decide cuando dejar de fugarse y en esta detención aparece el final.

Los personajes
A la hora de relacionarse entre ellos, tienen miedo de incomodarse con preguntas, suponen, consideran que no vale la pena decir todo lo que están pensando. Por otra parte, registran todo: el tiempo, las calles, los carteles, cada detalle de la ciudad son su verdadera compañía. Es que estos detalles dejan de ser cosas para convertirse en palabras-cosa. Los barrios entonces no sólo tienen nombre, sino que además son de colores específicos ("El camino del agua"), tomar un colectivo no sólo implica trasladarse de un lado a otro, sino repetir el trayecto narrado en un libro que se encontró poco tiempo antes en una librería de saldos ("Kilómetro cero"), la puerta de la heladera exhibidora anuncia tormenta ("Polirrubro Ama-Faby"), las calles amanecen inundadas ("El sistema") y en ocasiones se humaniza a los objetos agregándole la preposición "a" cuando son objeto directo: "Después de unos minutos me acerqué a la ventana y me puse a mirar, alternadamente, al paraguayo que vivía al fondo del pasillo (...) y al empapelado violeta de la pieza" ("Kilómetro cero") o "Después de abarcar en un solo paneo a las golosinas, las estanterías despobladas, los envases vacíos (...) se queda mirando el plano de la ciudad que cuelga de una de las paredes" ("Polirrubro Ama-Faby").

Los finales
Si bien cada uno de los quince cuentos de Los estantes... exige su final, éstos últimos, de alguna manera, retumban, delicadamente, como ecos, en los demás cuentos y, por qué no, en la vida misma. Es que en cada conclusión hay una puerta abierta, una invitación a asomarse a un abismo que no se muestra, apenas se anuncia en palabras-cosa, en cosas que hablan, que nos dicen la soledad, la sorpresa, las coincidencias y desencuentros, los malentendidos inevitables, los olvidos evitables, pero necesarios... Podría decirse, entonces, que los cuentos concluyen en el principio de la tragedia. Un modo arriesgado y lúcido de trazar el antagonismo que presenta la vida de los hombres y mujeres en la ciudad contemporánea.

miércoles, enero 03, 2007

"Una ternura extrañada"

(Para la revista Maxim)

Por Federico Levín


IGNACIO MOLINA

¿Quién es?
Ignacio Molina nació en Bahía Blanca en 1976. Publicó el libro de cuentos Los estantes vacíos (2006). Administra el blog unidadfuncional.blogspot.com

Es bahiense y tiene treinta, ¿lo conoce a Ginóbili?
Por supuesto. Hasta jugó un partido contra él. Pero eso no viene al caso.

¿Salieron un par de reseñas de su libro, este año?
Por todos lados. Sorpresivamente Los estantes vacíos, un libro de cuentos de un autor hasta entonces inédito, tuvo una presencia llamativa en diarios, revistas e Internet en general.

¿Cómo escribe?
Tanto en el libro como en su blog (en el caso de Molina el blog es un pilar de su escritura) se ve su estilo personal, reconocible: una mirada profunda sobre la realidad, una atención casi enfermiza a los detalles y una ternura extrañada ante las cosas del humano. Para todo esto, le queda muy bien el formato del texto breve. Así lo piensa él: “No soy un militante acérrimo a favor del género, pero creo que un buen cuento contiene una tensión narrativa difícil de alcanzar en una novela. De todas maneras, muchos de mis relatos no obedecen a la estructura del cuento tradicional, son más bien como novelas en miniatura, o novelas llevadas a su mínima expresión”.

Tiene un ritmo cansino, en el que parece que no va a pasar nada, pero se siente que algo esconde. Las tramas son sutiles y no tienen golpes de efecto; no intenta llamarte la atención de entrada ni agarrarte para que no te vayas, lo que hace que algunos crean que a los personajes de Molina 'nunca les pasa nada'. Error. Molina pinta amablemente unos cuadros, un poco intrigantes, un poco cómicos, y te pide que te quedes si tenés ganas. A los personajes les pasan muchas cosas, pero él no va a andar diciéndolo a la vista de todos.

¿Y los cuentos del libro?
Los cuentos de Los estantes vacíos suceden Buenos Aires. Los personajes se mueven por la ciudad, se pierden, se buscan, se cruzan entre ellos y siguen sin conocerse, como si la misma Buenos Aires los moviera con sus manitos transparentes. Son casi todos jóvenes, todos son captados realizando pequeñas acciones, nunca nada trascendente: parecen poco importantes hasta para ellos mismos, y siempre un poco incómodos, como vestidos con trajes demasiado apretados. Una sensación que a cualquiera podría sonarle conocida.
Eso es lo impresionante del libro debut de Molina: cómo de a poco, mientras uno lee sintiendo pena por esos personajes, ellos se van haciendo cada vez menos visibles, menos importantes, y más parecidos al lector.

Para leer escuchando: Flopa Manza Minimal
Y bebiendo: Gin Tonic

martes, enero 02, 2007

Entrevista

Lucas Funes Oliveira entrevista a Ignacio Molina

"Crónicas de lo cotidiano"

(Publicado en Desordenar)

Por Mariano Cúparo

Héctor Abad, periodista y escritor colombiano, se plantea: "A menudo, los periodistas nos quejamos de que la gente lee menos diarios: ¿no será –al menos una de las causas– que nos hemos olvidado de contar las historias más simples y, a la vez, las que más nos obsesionan?"
Y se responde:"Una comunicación que tenga como objetivo el saber un poco más del otro –y de nosotros mismos– no puede obviar la riqueza de lo cotidiano. Debe detectar las mejores historias que se escuchan en las calles, ampliarlas y brindarles un marco de debate, una mayor presencia."


La literatura de Ignacio Molina podría venir a llenar ese espacio. Su libro, Los estantes vacíos, contiene 15 crónicas (en realidad, cuentos) de lo cotidiano.

Sus personajes viven en Buenos Aires; trabajan; van a la cancha con su papá y comen un choripán; desean una gaseosa de esas que aparecen en la publicidad con gotas chorreando; duermen de día; se avergüenzan cuando quedan pagando tras seguir a un grupo de amigas, bajo la creencia de que van a sentarse a una mesa, y éstas terminan metiéndose en el baño de mujeres; los atormenta el no atreverse a mirar a la cara a un empleado de la oficina de correo, porque hace unas semanas se llevaron sin querer y por error un vuelto extra; se gustan pero no se enamoran; se quedan en stand by al enterarse de la muerte de una tía de Olavarría. Todo eso y algo más, mezclado y distribuido en varios relatos, sin nudo, principio ni final.

Si las crónicas de Molina no cuentan grandes historias de suspenso, tragedias, pasión, alegrías desmedidas y melodramas, es porque en la Buenos Aires promedio no ocurren grandes historias de tales características. De ellas se encarga el diario.

La alienación, la desidia y la soledad (aunque él no las mencione, ya que sus narradores siempre buscan la objetividad; son testigos fieles y no jueces ni fiscales), algunas de las cuestiones que más nos obsesionan, sí aparecen contadas en Los estantes vacíos. Y para esto, aunque Abad no lo diga, tal vez no haya nada más efectivo que la literatura.

La verosimilitud de los cuentos de Molina está en la calidad de los detalles. Ningún narrador que esté inventando una historia puede describir tan bien los rasgos secundarios de cada una de las situaciones que la componen.

Eso, la certeza de que lo que se cuenta con toda inocencia es un reflejo de la realidad y la narración agradable (al fin y al cabo, como en Carver y en Chéjov, ese es el único modo de sostener a un cuento que no cae en el melodrama ni en el suspenso) son los factores que lo hacen un libro interesante que se lee en pocos días y de corrido, como si fuese una novela.