sábado, agosto 12, 2006

"Hay un estante vacío"

(Publicado en el suplemento Radar Libros de Página/12 el 6 de agosto de 2006)

Por Juan Pablo Bertazza

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Entropía
188 páginas

Alguien dijo que lo más importante de una biblioteca son los espacios vacíos. Ignacio Molina, un joven bahiense blogger que ha realizado reseñas para algunos medios como la revista de crítica Los asesinos tímidos, tomó la idea para hacerla carne en lo que es su carta de presentación: un sobrio libro de cuentos. Y los quince relatos que vienen a llenar Los estantes vacíos se afilian muy claramente en esa tradición que inició Hemingway y que llevaron hasta su máxima expresión Cheever y Raymond Carver. En efecto, se podría jugar un poco y pensar que estas historias, que encuentran en el fútbol (ver el cuento “El opio de las masas”) una curiosa unidad, constituyen algo así como las variaciones argentas de dos cuentos de Carver que resumen, a su vez, los dos grandes procedimientos del autor norteamericano...

(la reseña completa, acá)

martes, agosto 08, 2006

"El sentido de los espacios vacíos"

(Publicado en Hojas de Tamarisco el 10 de julio de 2006)


Por Violeta Gorodischer


Los estantes vacíos es un continuo de discontinuos: momentos, fragmentos, fotografías que, como la ilustración de portada, no parecen sino instantes robados de una vida. Hay un lenguaje acertado y concreto en boca de un narrador humilde que logra un registro mimético de lo cotidiano. Así, con pasos lentos pero seguros, el libro va dibujando la geografía de una ciudad dormida. Los barrios y suburbios de Buenos Aires se vuelven de pronto escenario de los personajes, simpáticos flanêurs del subdesarrollo: calles, colectivos y grafittis son el fondo de diversas pinceladas que luego, en el conjunto, permiten (re)construir una historia. Como alguna vez hiciera Saer en sus Cicatrices, los personajes de Molina cruzan sus vidas acaso sin saberlo, o sí, cómo estar seguros. El hecho es que ocupan y relegan lugares protagónicos en función del punto de vista con que se los quiere contar. Un libro que podría definirse como la suma descriptiva de momentos, sentimientos y relaciones que no se dirigen hacia ningún punto concreto. Casi el opuesto exacto de la célebre teoría de la composición de Poe, aquella en la que el opiómano afirmaba que el final del cuento debe ser tan sorpresivo que "tome por el cuello al lector". Pero no es esa, precisamente, la intención de Molina. Y tal vez en eso resida el hallazgo: la aparente incertidumbre de la espera justo ahí, en plena complicación del relato. Esa supuesta apatía del libro reflejada en sus múltiples niveles (lenguaje sobrio, personajes poco descriptos, diálogos breves, situaciones esbozadas) es sólo la punta del iceberg, a lo Hemingway. El resto duerme bajo el hielo y subrepticiamente, casi de incógnito, se hace sentir. Es esa tensión que cualquier lector atento percibe. La trama latente que corre, oscura, debajo de cada gesto, de cada frase, de cada discusión o amorío, encuentro o desencuentro. Las palabras precisas y no elegidas al azar con que el autor decide dejarnos ahí, en el "justo que". La forma en que el final abierto nos obliga a repensar lo anterior cuando los personajes reaparecen con matices diferentes, en situaciones diferentes, resignificando cada vez lo ya leído. Entonces la apatía deviene dinamismo, empatía con el autor: los lectores valoramos la humildad de quien nos deja imaginar. De quien relega la soberbia narrativa de querer acapararlo todo. Esa que, a veces, termina opacando el interés potencial de un libro.

"La cohesión de la apatía"

(publicado en el suplemento Cultura del diario Perfil el 9 de julio de 2006)

Los estantes vacíos

Autor: Ignacio Molina
Género: cuento
Editorial: Entropía. $21


Por Nicolás Mavrakis


En su primer libro de cuentos, Ignacio Molina se propone abor­dar el género desde un particular manejo del lenguaje, el estilo y la forma; particularidad que fija su alejamiento de una tradición argentina de narradores tan consagrados como canonizados de cuya órbita, a tantos cuentistas de su misma generación, suele resultarles tan difícil escapar, innovación mediante.

Gracias al uso ininterrumpido de una escritura cuidadosamente despojada de todo ornamento y de toda pompa; una escritura que, a razón de su elaborada depuración del lenguaje entraña su aire inusual, Molina sitúa al lector ante un "estilo apático" que exige una atención distinta. Este estilo, que se impone como rasgo de una cohesión general –lo que distingue a una serie dis­persa de cuentos agrupados en un mismo libro de una unidad significativa, es decir, de un libro de cuentos propiamente dicho–, surte, además, el efecto de dar vida instantánea a personajes a su vez decididamente "apáticos" (es evidente que Carver y Cheever figuran entre las lecturas predilectas del autor). Irreso­lución de ánimos que se traslada, también, a la forma misma de cuentos que, a veces interconectados como nouvelles, repiten per­sonajes y alteran perspectivas en torno a una misma situación, como montajes cinematográficos en el que se brindaran planos generales y zooms.

Tramas incompletas que evaden lo tradicional; personajes que, si bien forman circuitos de relaciones privadas y espacios propios, escapan o se ven imposibilitados de toda relación -incluso amo­rosa y aún cívica- en una Buenos Aires construida como espacio de innumerables desplazamientos (abundan caminatas, trenes y colectivos) que tematizan cuestiones referidas al encierro y a la regresión; todo esto termina elaborando una opera prima con innegable personalidad.

"El agotamiento de un Sistema"

Algunos de los apuntes ordenados por Mavrakis y publicados en su blog, más en forma de ensayo que de simple reseña, luego de una dedicada y atenta lectura de Los estantes vacíos:

“Pero por otro lado, sostener, durante ciento sesenta y ocho páginas, un estilo y un lenguaje apático involucra, sin dudas, algo del orden del oficio que requiere la literatura.”

“Y no hay pérdida de la realidad: hay indiferencia. Los personajes, por ejemplo, no tienen reloj; pero se la pasan averiguando la hora a razón de sus propias percepciones temporales.”

“Una oposición a la dialéctica del lenguaje mercantil, por lo menos. (…) La dialéctica discursiva del mercado se opone al lenguaje de una apatía sin dialéctica –y no al revés, que es lo importante– a lo largo de todo Los estantes vacíos.”

“Ignacio Molina prefiere decir antes que nombrar. O, en todo caso, prefiere no nombrar para decir.”

"El genio apático también como “estilo” en la construcción de una figura de autor. Quien hace circular la mirada por la página de un libro que –de nuevo– prefiere ni siquiera mostrar.”

“El libro de Ignacio Molina, al correr de la lectura, entrelaza y entrecruza los géneros (estamos realmente ante una serie de ¿cuentos? ¿nouvelles? ¿un proyecto de novela?)”

“El pasado, entonces, como dislocación del presente: un pretérito imperfecto capaz de agrietar la continuidad del presente. La tragedia apática de Los estantes vacíos.”

“Los diálogos entre los personajes –que se cruzan y conviven pero no siempre se conocen ni quieren dejarse conocer– se entrelazan abruptamente como si los uniera fraternalmente un mismo espacio urbano. La ciudad como gran relato que los incluyera a todos.”

“Tal vez todo Los estantes vacíos quiere representar, apatía mediante, el agotamiento de un Sistema. Es decir, la inutilidad de toda narración que presuponga enlaces ineludibles entre sujetos. Y quien quiere escapar del Sistema –quien fantasea– se cae.”

(El ensayo completo, acá)

"El filtro del abúlico"

Por Facundo GV


En la contratapa del libro, Molina parece menos rubio de lo que es, algo que debe haber colaborado con la dificultad que tuve para re­conocerlo en la presentación del libro; a decir verdad, tam­bién cola­boró estar detrás de la única columna de Bartolomeo.


La tapa del libro de Molina dice que es de cuentos; cuando uno em­pieza a ver que los personajes se repiten en los diversos cuentos, que uno podría leerlo como cuatro historias de Elige tu propia aven­tura reunidas en un mismo libro, que los finales de los cuentos suelen ser arbitrarios –que podrían terminar en cualquier otro lado– y que el sentido no se estanca en un cuento y perece ahí, sino que fluye a lo largo de todos los cuentos, como una especie de destino ineludible y genérico de los personajes de Molina, a uno también le cuesta reco­nocer que la tapa dice algo relativamente fiel a lo que ocurre dentro.

“Antes, durante y luego de la sobremesa, dentro y fuera de La Fa­rola, los grupos van intercambiando sus integrantes y repitiendo los temas: estudios, trabajos, noviazgos, política, proyectos, separacio­nes, mudanzas...”

La cotidianidad del abúlico:

Los personajes de Molina no hacen nada; en realidad, sí lo hacen pero parece que no porque a ellos les parece que no hacen nada; se levantan tarde y caminan o se levantan temprano y trabajan, se to­man colectivos para trazar la geografía de la UCR y del PJ entrela­zados en la ciudad o se toman colectivos para ir a Metrópoli o para justificar paralelismos con lo que están leyendo; piden comida o hacen la comida ellos mismos, pero siempre como un ritual, como si atrás de esa abulia de la repetición se escondiera algo.

A veces, el truco de Los estantes vacíos pareciera esconderse justa­mente en eso; en tratar de sugerir que algo ocurre detrás de lo abú­lico, detrás de la rutina.

La seducción del abúlico:

Pedro Mairal decía en la presentación que Molina era pudoroso y que por eso no había escenas de sexo; Cucurto se reía (¿Era Cucurto? ¿Existe Cucurto?) cuando Mairal decía eso, como un chico se ríe mientras busca “culo” en el diccionario.

No sé si es ese el tema; Molina parece estar más cómodo seduciendo, mostrando un poco, pero sin desnudarse; plantando la duda de si efectivamente pasó lo que parece que pasó. No es que no hacen nada los personajes; pónganle “Jornadas Literarias”; ahí, el protago­nista vive una historia clandestina con Juliana, una vecina de la habita­ción donde vive, que es mucama, ve telenovelas y está enamo­rada de un bajista de un grupo tropical, y él tiene que ocultar eso a su no­via. Sin embargo, Molina opta por contar no eso, sino por ro­dear a eso de la vida cotidiana de un bibliotecario de barrio. ¿Por qué, Molina, por qué? Bueno, capaz porque después del funeral de aquellos a quienes amamos, tenemos que decidir si nos matamos o si nos ba­ñamos y nos volvemos a tomar un colectivo.

La moral del abúlico:

Tengo la sensación de que yo soy abúlico; pero de lo que estoy se­guro es que cuando me junto con personas abúlicas, me contagio. Por ejemplo, uno puede pasar treinta minutos con estas personas tratando de decidir si salir o no, estableciendo todas las consecuen­cias posibles de hacerlo o no hacerlo; cuando uno se pone la cam­pera, después de convencerlos de que al menos habría que ir a ver si hay un kiosco donde vendan birra, uno tiene que soportar que cuenten cuatro o cinco veces las cuadras de diferencia que hay entre dos kioscos equidistantes; cuando uno llega al kiosco, está cerrado, ya no hay más birra y el abúlico comienza a arrepentirse o a echar­nos la culpa de todo.

Los personajes de Molina tienen justamente eso; elegir una mesa en un restaurante viendo al mozo cerca los pone en una situación bajo presión; tener que cocinar como única actividad del día los estresa; cualquier decisión que los arranque de su fluir manso y nulo les ge­nera, sino un conflicto moral grave, un conflicto.

El opio del abúlico:

El cuento en el que Molina logra hacer todo lo anterior de la mejor forma es “El opio de los pueblos", porque, en definitiva, ahí es donde puede rodear al protagonista de historias ajenas, de historias que lo rodean y que parecen sugerir más cosas de las que él puede generar por sí sólo (en realidad, el protagonista no genera ninguna). Es un poco como el capítulo de Seinfeld donde George y Jerry quie­ren vender el guión a la tele y George dice que “the show is about nothing”. Seinfeld es, en definitiva, un show sobre nada porque los personajes centrales no hacen nada, sólo esperan que algo exterior les ocurra y desatar sus obsesiones.

“Yo no había ido al departamento a nada en especial, sólo a pasar algunas horas escuchando música o mirando televisión, y cuando él me preguntó qué hacía tuve que inventar una excusa: buscaba la cinta de embalar para tapar las rajaduras de mi ventana.”

Entrevista

El Gordo Gostanián entrevista a Ignacio Molina, a propósito de su nuevo libro de cuentos Los estantes vacíos.

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