martes, enero 02, 2007

"Crónicas de lo cotidiano"

(Publicado en Desordenar)

Por Mariano Cúparo

Héctor Abad, periodista y escritor colombiano, se plantea: "A menudo, los periodistas nos quejamos de que la gente lee menos diarios: ¿no será –al menos una de las causas– que nos hemos olvidado de contar las historias más simples y, a la vez, las que más nos obsesionan?"
Y se responde:"Una comunicación que tenga como objetivo el saber un poco más del otro –y de nosotros mismos– no puede obviar la riqueza de lo cotidiano. Debe detectar las mejores historias que se escuchan en las calles, ampliarlas y brindarles un marco de debate, una mayor presencia."


La literatura de Ignacio Molina podría venir a llenar ese espacio. Su libro, Los estantes vacíos, contiene 15 crónicas (en realidad, cuentos) de lo cotidiano.

Sus personajes viven en Buenos Aires; trabajan; van a la cancha con su papá y comen un choripán; desean una gaseosa de esas que aparecen en la publicidad con gotas chorreando; duermen de día; se avergüenzan cuando quedan pagando tras seguir a un grupo de amigas, bajo la creencia de que van a sentarse a una mesa, y éstas terminan metiéndose en el baño de mujeres; los atormenta el no atreverse a mirar a la cara a un empleado de la oficina de correo, porque hace unas semanas se llevaron sin querer y por error un vuelto extra; se gustan pero no se enamoran; se quedan en stand by al enterarse de la muerte de una tía de Olavarría. Todo eso y algo más, mezclado y distribuido en varios relatos, sin nudo, principio ni final.

Si las crónicas de Molina no cuentan grandes historias de suspenso, tragedias, pasión, alegrías desmedidas y melodramas, es porque en la Buenos Aires promedio no ocurren grandes historias de tales características. De ellas se encarga el diario.

La alienación, la desidia y la soledad (aunque él no las mencione, ya que sus narradores siempre buscan la objetividad; son testigos fieles y no jueces ni fiscales), algunas de las cuestiones que más nos obsesionan, sí aparecen contadas en Los estantes vacíos. Y para esto, aunque Abad no lo diga, tal vez no haya nada más efectivo que la literatura.

La verosimilitud de los cuentos de Molina está en la calidad de los detalles. Ningún narrador que esté inventando una historia puede describir tan bien los rasgos secundarios de cada una de las situaciones que la componen.

Eso, la certeza de que lo que se cuenta con toda inocencia es un reflejo de la realidad y la narración agradable (al fin y al cabo, como en Carver y en Chéjov, ese es el único modo de sostener a un cuento que no cae en el melodrama ni en el suspenso) son los factores que lo hacen un libro interesante que se lee en pocos días y de corrido, como si fuese una novela.

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