martes, noviembre 21, 2006

"Gente que duerme de día"

(Publicado en el número de agosto de la revista Llegás a Buenos Aires)

Los estantes vacíos
Ignacio Molina
Entropía
- $ 21

Calificación: HAY QUE LEERLO


Por Pedro Mairal


Los estantes vacíos, el primer libro de cuentos de Ignacio Molina, tiene algo de novela. Las distintas historias están interconectadas, los personajes reaparecen en otros cuentos, vistos desde la mirada de otro. El autor, a su vez, sabe mostrar las relaciones mínimas que hay entre la gente: el que va al kiosco y pide algo, el que le pregunta la hora a un desconocido, el que comenta algo en la calle. Y construye una unidad: todo el libro está hecho de estos cruces entre personas que parecen estar comuni­cadas pero que en realidad no lo están; gente que se conoce apenas "de vista" o "de oídas", gente que dialoga pero que está en su propio mundo, dis­tante. Claro que lo interesante es que esta interconexión entre los cuentos y los per­sonajes no es explícita, sino que el lector tiene que armar su propio rompecabezas.

Los personajes, a pesar de su mutismo emocional, caen bien, quizá porque están respetados en su actitud de "bajo perfil"; no hacen grandes cosas, ni encarnan grandes dramas. Es gente que duerme de día, gente que se des­pierta y no sabe dónde está, gente que se ducha en casas ajenas, gente que se pone a pensar en otra cosa mientras alguien le habla, gente que pide de­livery, gente que va al kiosco a las tres de la mañana.

En "El futuro", por ejemplo, una chica ve en un cartel una publicidad de unas clases de yoga; al otro día, cuando decide volver a fijarse el teléfono, se da cuenta que sobre ese cartel pegaron un anuncio de un taller literario. Entonces anota el número igual y termina yendo al taller literario. No elige su des­tino, se entrega a esa especie de azar: si hubiera visto un anuncio de clases de reiki o de tarot, habría ido a reiki o tarot. Así, los personajes de Molina no pueden planear nada ni pueden ver el futuro. Intentan hacerlo pero la vida los lleva para otro lado. Los rodean asuntos domésticos, a corto plazo. Viven en un presente poblado de recuerdos recientes, cositas que pa­saron ayer, hace una semana. Sus vidas giran en espiral.

Esta forma de la soledad se vuelve manifiesta, casi material, cuando se trata el tema de la ruptura de una pareja. Algo que está en el título mismo, Los estantes vacíos, y que se refiere, precisamente, a ese momento cuando el que se va se lleva sus libros. El autor muestra las consecuencias grandes y las consecuencias mínimas de las separaciones. Los personajes que las sufren están como catatónicos, anestesiados por el dolor de la sepa­ración. Pero lo atractivo es que ese dolor no está explicado, sino que de alguna manera debe ser intuido por el lector. Y es eso, justamente, lo efectivo: quien se hace cargo de las emociones es el que lee, porque los personajes están en piloto automático, flotando en esa vida doméstica. Y pareciera que, a pesar del dolor, la vida sigue: hay que comprar comida, hay que bañarse, hay que hablar con los demás, hay que contestarle a la gente que pregunta la hora por la calle.

Con un estilo donde predomina el "show, not tell" ("mostrar, no explicar"), un estilo que viene de los cuentistas norteamericanos, Molina deja libre nuestra silla de lectores; simplemente no la ocupa, no nos subestima: nos muestra sin explicar, deja que nosotros mismos ocupemos ese lugar y nos demos cuenta de las cosas. Su apuesta es que la profundidad no debe mos­trarla el autor, sino que debe sugerirla para que el lector la encuentre. La poética de Molina parece decir que lo profundo son los hechos que suceden en la superficie.

No hay palabras que suenen extrañas o demasiado literarias o culturosas. El tono natural, a veces incluso informativo, atraviesa todo el libro. Los cuentos son hiper detallistas: hay una gran suma de observa­ciones, de gestos, como pliegues del pensamiento. En “El sistema”, por citar otro relato, un chico pasa a buscar a una chica por primera vez, caminando, y le toca el portero eléctrico. Mientras espera en la vereda, se apoya contra una ca­mioneta, y en un momento piensa: "Ah, pero ahora va a bajar y me va a ver a apoyado en la camioneta y se va a pensar que es mía, y después se va a desilusionar", entonces se aleja de la camioneta. La suma de esas pequeñas actitudes humanas y observaciones acertadas le dan relieve a cada relato y hacen que estos cuentos estén vivos y resulten tan creíbles.

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