sábado, junio 23, 2007

"Asimetrías del vacío"

(Publicado en el número de abril de Bazar Americano, el sitio de la revista Punto de Vista)

Por Matías Moscardi


Sobre Ignacio Molina, Los estantes vacíos,
Buenos Aires, Entropía, 2006. 188 páginas.


[...] intentando imaginar una cara para la voz que acababa de oír. Una sensibilidad asimétrica abre Los estantes vacíos, el primer libro de cuentos de Ignacio Molina (Bahía Blanca, 1976), publicado por la editorial Entropía, en 2006. Dos personas –el narrador y una chica recostada a su lado– comparten los auriculares de un walkman, en el micro. De un lado, conectado, el narrador escucha los graves de la música y se pregunta si por el otro audífono, simultáneamente, estarán entrando en la cabeza de Manuela los sonidos agudos. Como si el lenguaje de la mirada fuera siempre parcial, trazando por defecto una zona hipotética, un contrapeso narrativo que irradia de la suspensión, en equilibrio con lo explícito, con el alcance cómodo y efectivo de lo visible. Los personajes hacen de lo que miran y escuchan una insuficiencia que necesita ser decodificada o constatada. Por ejemplo: el narrador de “El sistema”, que en el medio de un recital de “cumbia romántica”, intenta descubrir los acordes que ejecuta un bajista sobre el diapasón; o la narradora de “Diapositivas”, que tira un papel plateado en un cantero con la promesa de comprobar su permanencia, al día siguiente. Pero los personajes no pueden traspasar, ni en sus percepciones ni en sus acciones, la línea que divide el saber de lo supuesto. Por eso, las notas quedan en un espacio de desciframiento y nadie vuelve a constatar la existencia del papel plateado.


[…] me gustaba pensar que, mientras yo estaba quieto, aún se movía el sistema de poleas activado por mí. Los cuentos proceden velados con una percepción concreta, con un registro límpido, dispuestos en la superficie para cubrir otra cosa, quizás el punto de tensión en donde lo cotidiano se fisura dejando entrever, como a través del desgarro de una tela, el destello posible de un relato. De ahí que lo inacabado sea lo común, lo compartido en el libro de Molina. Porque los cuentos se detienen antes, como si se quedaran sin fuerza, y hacen de un stand by narrativo, una suavidad intensa. La física dice que si un móvil acelera en la mitad de un recorrido, en lugar de aumentar, la velocidad disminuye. Digamos: la aceleración produce quietud. En cambio, Molina frena para acelerar, y sus cuentos generan un ritmo que hace del estatismo una dinámica, y extendiendo la metáfora: del corte una continuación. De ahí la serie que forman “Espirales”, “Los estantes vacíos” y “Brasil tiene esas cosas”. De ahí, también, sus puntos de hilación: escenas pausadas en el momento del tránsito, como el final de “Los estantes vacíos”, en donde Natalia, mientras paga una pizza, siente la temperatura de la muzarella tras el cartón. O como el final de “Seis novelas”, en donde Camila y Nahuel llegan a la conclusión de que los sueños siempre se cuentan en pretérito imperfecto.


(La reseña completa, clickeando acá)

"Los estantes vacíos"

(Publicado en la revista No-retornable)

Ignacio Molina (Entropía, 2006)
por Sol Echevarría


Los estantes vacíos es un libro compuesto por quince relatos que funcionan como quince piezas de un rompecabezas. Si bien la tapa anticipa que es una compilación de cuentos, lo cierto es que existe una marcada continuidad entre ellos. El cruce de personajes, de historias y de lugares es tal que hasta podría pensarse que se trata de una novela. Cada cuento está compuesto por diferentes fragmentos y, a la vez, cada cuento es un fragmento del libro, como si todo fuera una unidad funcional. Una unidad, por supuesto, despedazada e incompleta, que se puede leer de atrás para adelante o saltando en forma desordenada.

El cruce entre un cuento y otro está dado por los vínculos que se generan entre los personajes a causa de su deambular por la ciudad. A menudo sus vidas apenas se rozan por un instante y luego prosiguen cada una por su camino. El azar cotidiano influye en estos pequeños intercambios que hacen que la mirada del narrador zigzaguee entre distintas historias. Así, sigue los pasos de un chico que va a comprar algo al kiosco y, zás! luego vemos al chico alejarse a través de los ojos del kiosquero, quien se convierte inmediatamente en el foco del relato. En este vaivén narrativo predomina un interés fugaz y algo caprichoso gracias al cual el relato diverge constantemente.

Este desplazamiento de perspectivas produce una visión panorámica fragmentada. Una vuelta al día en ochenta mundos donde cada personaje tiene una óptica determinada y una historia particular, aunque ésta permanezca apenas esbozada. El resultado es un rompecabezas imposible, ya que nunca se puede reponer la totalidad de las historias que se narran. Hay elipsis, piezas sueltas y repeticiones. Queda una mirada desecha, similar a la que se obtiene al observar a través de un calidoscopio.

Se produce un texto espiralado en donde las historias se entrecruzan. Los nombres de los personajes ya leídos resuenan en cada cuento como un eco, a veces difícil de restablecer. Vuelven a la memoria como un chispazo, como una resonancia de algo olvidado. La errancia de los personajes es la que estructura el relato. Estos nuevos flaneurs del segundo milenio recorren la geografía concreta y bien delimitada de Buenos Aires, sobre una calle o avenida en particular. Ese hincapié en el detalle cartográfico pareciera trazar una flecha que apunta a la realidad como su blanco principal.

Los personajes son, casi todos, veinteañeros que se hunden en siestas desordenadas, conversaciones triviales y se dedican a dar vueltas por la ciudad. Por momentos parecieran incluso no decidir sobre su destino. Hay cierta inercia en la manera que tienen de desplazarse por el mundo. Se entregan al azar como si fueran pequeños autómatas. Duermen, comen, conversan, deambulan y vuelven a sus casas. Están enmarcados en una cotidianidad de quehaceres domésticos y de acciones banales, apenas atravesada por conflictos que se disparan tanto a causa de la mirada de un mozo como por una tortuga encontrada en la calle.

Se podría decir que viven en un presente absoluto de no ser por esos flashbacks que remiten constantemente al pasado de los personajes. Un pasado que rara vez se verbaliza para constituirse en un discurso. Se trata más bien de un pensamiento privado o de una reposición del narrador, pero nunca de un tema de conversación. De hecho, cuando los personajes conversan los temas que abordan también reproducen cierta trivialidad. A pesar de estar a menudo acompañados, los personajes son más bien solitarios. En su interacción con los otros se comportan casi siempre como completos extraños. Los vínculos que entablan con su entorno son endebles, parecen rotos a causa de cierto despojo emocional. Tampoco su mundo interior está del todo intacto. Las reflexiones no suelen ser profundas sino que reproducen más bien la idea de un desvarío sin epifanías.

El tedio opera como un leit motiv que recorre las páginas. Los personajes se sumergen en el lodo de su día a día, de sus insignificantes paranoias. Un interrogante nunca dicho pareciera flotar en el aire: ¿Hay algo detrás de todo eso? En los estantes vacíos el lector puede percibir la falta de algo que, efectivamente, ya no está.

En este sentido la escritura de Molina se enmarca en una tradición que podría llamarse “nadaísta”. En una entrevista el autor menciona a Raymond Carver, Enrique Wernicke, John Cheever y a Martín Rejtman. También podría agregarse a Antón Chéjov. No es que nada sucede en sus relatos, sino que lo que sucede está propuesto como nada. La repetición, el sinsentido y el tedio muestran a la vida como sueño eterno o, más bien, como pesadilla de la cual no se puede despertar.

Contrario a lo que podría esperarse en relatos de estas características, no abundan las descripciones sino que, por el contrario, predominan las acciones. En tres renglones un personaje se encuentra con un amigo, vuelve a su casa, se duerme, se despierta y sale a desayunar. Todo se sucede a gran velocidad pero todo, en algún punto, carece de importancia puesto que está condenado a la repetición. Este accionar reiterativo produce una sensación de quietud. Algo similar a lo que ocurre en una playa en la que el ir y venir constante de las olas evoca la calma del mar.

La proliferación de historias es tal que a menudo cuesta seguirle el ritmo. Los personajes están vagamente descriptos. Son figuras, casi sombras, que recorren el texto y terminan siendo prácticamente indiferenciados unos de otros. No se narra la historia de grandes héroes, tampoco la de pobres desdichados, sino que cada relato pone en escena los dramas (¿o la falta de dramas?) del hombre común.

Se trata de una simpleza monótona en la que no hay suspenso ni grandes acontecimientos. Reina una tranquilidad empalagosa. Los mismos personajes se aburren y duermen todo el tiempo. Parecieran estar hibernando, como la tortuga que irrumpe en varios de los relatos. Es más, toda la ciudad está durmiendo, su posición horizontal imita la chatura de la trama. Finalmente, cada uno de los relatos se interrumpe de pronto. No hay un desenlace marcado porque ¿cómo ponerle un fin a lo que no sucede?