martes, agosto 08, 2006

"El sentido de los espacios vacíos"

(Publicado en Hojas de Tamarisco el 10 de julio de 2006)


Por Violeta Gorodischer


Los estantes vacíos es un continuo de discontinuos: momentos, fragmentos, fotografías que, como la ilustración de portada, no parecen sino instantes robados de una vida. Hay un lenguaje acertado y concreto en boca de un narrador humilde que logra un registro mimético de lo cotidiano. Así, con pasos lentos pero seguros, el libro va dibujando la geografía de una ciudad dormida. Los barrios y suburbios de Buenos Aires se vuelven de pronto escenario de los personajes, simpáticos flanêurs del subdesarrollo: calles, colectivos y grafittis son el fondo de diversas pinceladas que luego, en el conjunto, permiten (re)construir una historia. Como alguna vez hiciera Saer en sus Cicatrices, los personajes de Molina cruzan sus vidas acaso sin saberlo, o sí, cómo estar seguros. El hecho es que ocupan y relegan lugares protagónicos en función del punto de vista con que se los quiere contar. Un libro que podría definirse como la suma descriptiva de momentos, sentimientos y relaciones que no se dirigen hacia ningún punto concreto. Casi el opuesto exacto de la célebre teoría de la composición de Poe, aquella en la que el opiómano afirmaba que el final del cuento debe ser tan sorpresivo que "tome por el cuello al lector". Pero no es esa, precisamente, la intención de Molina. Y tal vez en eso resida el hallazgo: la aparente incertidumbre de la espera justo ahí, en plena complicación del relato. Esa supuesta apatía del libro reflejada en sus múltiples niveles (lenguaje sobrio, personajes poco descriptos, diálogos breves, situaciones esbozadas) es sólo la punta del iceberg, a lo Hemingway. El resto duerme bajo el hielo y subrepticiamente, casi de incógnito, se hace sentir. Es esa tensión que cualquier lector atento percibe. La trama latente que corre, oscura, debajo de cada gesto, de cada frase, de cada discusión o amorío, encuentro o desencuentro. Las palabras precisas y no elegidas al azar con que el autor decide dejarnos ahí, en el "justo que". La forma en que el final abierto nos obliga a repensar lo anterior cuando los personajes reaparecen con matices diferentes, en situaciones diferentes, resignificando cada vez lo ya leído. Entonces la apatía deviene dinamismo, empatía con el autor: los lectores valoramos la humildad de quien nos deja imaginar. De quien relega la soberbia narrativa de querer acapararlo todo. Esa que, a veces, termina opacando el interés potencial de un libro.