lunes, julio 03, 2006

Palabras de Pedro Mairal acerca de Los estantes vacíos

(Desgrabación del discurso ofrecido por Pedro Mairal en el acto de presentación del libro)


Primero, para hablar de Los estantes vacíos, este libro de cuentos de Ignacio Molina, me gusta­ría diferenciar lo que es un libro de cuentos de lo que es una novela, y dis­tinguir cómo se lee cada uno de estos géneros. Buscando analogías podría decir que la novela es como una casa, una casa que nos hospeda durante una semana o quince días –o el tiempo que nos lleve leer ese libro–, y de la que se puede salir y volver a entrar sin demasiado esfuerzo porque es un mundo que ya uno conoce. Y los libros de cuentos, a diferencia de las novelas, son como un edificio de departamentos, donde cada vez que entramos en un cuento entramos en un departamento, en una vida, y después ese cuento se ter­mina y se cierra la puerta, y tenemos que entrar a otro y después al siguiente. La lectura de cada cuento es una experiencia muy intensa, pero en general no están comunicados unos con otros, y eso le exige más al lector, porque tiene que entrar en distintos mundos varias veces. Quizá por eso es muy difícil leer un libro de cuentos de un tirón, generalmente uno lee un cuento y se queda pensando, decantándolo un tiempo hasta que empieza a leer el próximo.

Este libro de Ignacio Molina tiene un recurso muy atractivo: las historias están interconectadas, los personajes reaparecen en otros cuentos. Es como si, de alguna manera, las puertas de ese edificio estuvieran abier­tas y uno pudiera recorrer todo el libro, ir conociendo esas vidas y saber que alguno de esos personajes que nos cayó bien o que se nos volvió familiar puede llegar a reaparecer más ade­lante.

El libro muestra, de una manera muy interesante, el tejido de lo que es una ciudad. Mu­chas veces un personaje aparece desde la mirada de otro: escenas que al­guien ve a lo lejos después aparecen como filmadas desde otra perspectiva. Molina muestra muy bien esas relaciones mínimas que hay entre la gente: la persona que va al kiosco y pide algo, la persona que le pregunta la hora a un desconocido, la per­sona que comenta algo en la calle. El libro está hecho de todos estos cruces entre gente que pareciera que está comunicada pero que en realidad no lo está, gente que se conoce de costado, gente que habla con otra pero que está en su propio mundo, como distante.

Hay, por ejemplo, una escena, un instante casi, donde una mujer se asoma por la ventana al pozo de aire y luz de su edificio, ve a un hombre en el patio de abajo y se asombra porque él justo está mirando hacia arriba, entonces se vuelve a meter para aden­tro: le da vergüenza que la vean mirar por la ventana. La escena también está contada desde la mirada de este hombre. Muchas de las relaciones entre los personajes del libro son así: la gente tiene como timidez de conocerse la una a la otra. Y a la vez, toda esta interconexión entre los cuentos y los perso­najes no es explícita, el lector tiene que armar su propio rompecabezas. Muy pocas veces Molina dice "este es el personaje que hizo tal cosa en tal otro cuento", sino que uno tiene que darse cuenta de eso. Es decir que el li­bro demanda un lector bastante activo.

Los personajes son interesantes: gente que duerme de día (ese podría ser otro título para el libro –yo me sentí identificado, recordando la época en que era feliz y no trabajaba–), gente que se despierta y no sabe dónde está, gente que se ducha en casas ajenas, gente que se pone a pensar en otra cosa mientras alguien le habla, gente que pide delivery, gente que va al kiosco a las tres de la mañana.

Hay un personaje que me cayó particularmente bien: un tipo de unos veinticinco años al que lo mantiene la novia, y su tarea es cocinar e ir al laverrap: eso es todo lo que tiene que hacer en el día, pero eso ya lo estresa un poco. Entonces se levanta a las diez, porque tiene que llevar la ropa para que esté lista ese mismo día, y cuando vuelve se mete de nuevo en la cama, y es­cucha el ruido del ascensor y de la gente que pasa por la calle. Siente que todo el día funciona y todas las poleas de las cosas están trabajando, y él está ahí, plácido, metido en la cama, en calzoncillos.

En otro cuento hay una chica que un día, mientras espera el colectivo, ve en un cartel una publicidad de unas clases de yoga, y otro día, cuando decide volver a la parada a fijarse el teléfono, ve que en ese cartel hay un anuncio de un taller literario. Entonces anota el número igual y termina yendo al taller literario. No elige su destino, hay como un azar: si veía un anuncio de clases de reiki o de tarot, iba a reiki o tarot. Los personajes no pueden planear nada, no pueden ver el futuro tampoco. Intentan hacerlo pero la vida los lleva para otro lado. Los rodean asuntos domésticos, cosas a corto plazo. Viven en una especie de presente poblado de recuerdos re­cientes, cositas que pasaron ayer, hace una semana, y sus vidas giran en es­piral (de hecho hay un cuento que se llama "Espirales", en el que los perso­najes se entrecruzan sin conocerse en el mismo relato y pasan una y otra vez por los mismos lugares).

Otro tema en el que profundiza el libro es el de las separaciones, tema que está en el título mismo: los estantes vacíos, que se refiere a cuando al­guien se va y quedan los estantes desnudos, sin los libros del otro. Molina muestra perfectamente las consecuencias grandes y las consecuencias mínimas de las separaciones. Los personajes que las sufren están como catatónicos, anestesiados por el dolor de la separación. Pero lo interesante es que ese dolor no está explicado, no hay un drama, sino que de alguna manera eso debe ser intuido por el lector. Lo efectivo es justamente que quien se hace cargo de las emociones es el lector. Los personajes que­dan como en una especie de piloto automático, flotando en esa vida doméstica. Y pareciera que a pesar del dolor la vida sigue: hay que comprar comida, hay que bañarse, hay que hablar con los demás, hay que contestarle a la gente que pregunta la hora por la calle.

En el libro, los familiares y las parejas aparecen casi tan extraños como esa gente que nos pide la hora por la calle. Las parejas a veces no se sabe si son o no son parejas. Hay un bibliotecario que también me cayó muy bien, que tiene veintipico de años y alquila una pieza en una terraza al lado del cuarto de la mucama, que trabaja en esa misma casa. Y toma mate con ella, se mete en su cuarto, ven telenovelas juntos. Él tiene una novia, pero prefiere estar con la mucama, quizá porque lo atrae todo ese mundo. En­tonces la acompaña a limpiar casas, pero no la ayuda: se mete a mirar televisión en esas casas vacías. Y a la vez, no se sabe del todo si el vínculo está erotizado o no, no se sabe si se acuestan o no. Eso me llamó mucho la aten­ción: Molina es muy pudoroso con los temas sexuales en los cuentos, y lo hace muy bien. Porque uno caería siempre en la tentación de describir detalladamente la escena sexual como el plato fuerte de cuento, pero él salta a cuando se están vis­tiendo sin hacer ruido para que no se despierte el otro. Y se despiertan, como dije, en camas extrañas. Algunos se despiertan con los pantalones por los tobillos y no saben dónde están.

Con respecto al estilo, hay mucho "show, not tell" ("mostrar, no explicar"), que es un estilo que viene de los cuentistas norteamericanos (sé que a Molina le gustan Cheever y Carver, autores que de alguna manera usan ese estilo, también utilizado mucho por Hemingway). ¿Qué es mostrar y no explicar? Escribir explicando sería: "entró Pablo a la habitación, era un tipo violento". Y él no hace eso, él muestra: "entró Pablo a la habitación, pegó un portazo y nos empezó a gritar a todos". Lo que tiene de efectivo eso es que no es necesario convencer al lector, explicarle que el personaje es violento, sino que es el lector el que se da cuenta solo de que el personaje es violento. Eso me parece importante y es una manera de dejarle la silla vacía al lector, no subestimarlo, mostrarle sin explicarle, para que él mismo se dé cuenta de las cosas.

En otro momento, por ejemplo, no dice que un personaje tiene vergüenza, sino que el personaje se acuerda de una vez que un doctor le tendió la mano, y él, en uno de esos típicos momentos bochornosos, en lugar de agarrarle la mano le dio un beso. El personaje se acuerda a veces de eso, vuelve a pasar por esa situación y siente vergüenza. Pero la palabra vergüenza nunca está dicha, es como si fuera una adivi­nanza, uno mismo como lector se da cuenta de que el personaje tiene vergüenza.

Con respecto al tono del libro, nunca hay una palabra que suene extraña o demasiado literaria o culturosa. Siempre hay un tono natural, a veces in­cluso informativo. Los cuentos son hiper detallistas: hay una gran suma de detalles, observaciones de cosas, como pliegues del pensamiento. Por ejem­plo, hay un chico que pasa a buscar a una chica por primera vez, cami­nando, y le toca el portero eléctrico. Mientras espera en la vereda, se apoya contra una camioneta, y en un momento piensa: "ah, pero ahora va a bajar y me va a ver a apoyado en la camioneta y va a pensar que es mía, y después se va a desilusionar", entonces se aleja de la camioneta. Ese tipo de pequeñas cosas están muy bien mostradas en el libro y son las cosas importantes a la hora de escribir, porque es lo que hace que el cuento esté vivo y el lector se lo crea.

Cuando el primer libro de un escritor es de cuentos, ese libro es como una especie de big bang personal, donde se intuyen los múltiples rumbos que puede tomar la obra de ese autor. Es como un muestrario de posibilidades, de temas, de obsesiones, de personajes que quizá van a ir apareciendo. Son como semillas de otros cuentos, incluso de novelas futuras. Así que quiero felicitar a Ignacio, y que celebremos la llegada de este libro, que segura­mente traerá otros libros el día de mañana.